Hashslash

#slash, la novela

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#slash

1: #JustABelieber - 2: #pelisconnata - 3: #nomepises - 4: #masterchef - 5: #slash

—Tengo un cuchillo como ese -, dijo Cecilio.

—¿Cuál? - le contestó Roble, sin dejar de teclear con los dos pulgares en su móvil.

—Como, ya sabes -, dijo Cecilio, haciendo una pequeña pausa. Roble siguió tecleando.

Cecilio suspiró.

—El que está introducido en el tercer espacio intercostal de la víctima - continuó, chasqueando la lengua.

Roble movió los músculos alrededor de la boca hasta colocarla en posición de “Ah”.

—No estarás poniendo nada de esto -, dijo Cecilio, haciendo un gesto señalando a su alrededor con la mano - en la Internet esa.

Cecilio hizo un inicialmente débil, pero paulatinamente más fuerte, esfuerzo para levantarse del sillón desfondado en el que se encontraba sentado.

—No -, respondió Roble.

—Ah. Vayamos a pollas-, dijo Cecilio. Volvió a sentarse, haciendo un gesto de cansancio. Una vez hundido en el sillón, se cerró el abrigo sobre las rodillas.

Eran cerca de las diez de la mañana de un día de enero. Había amanecido nublado y el mutis del sol y el aire que venía de la sierra hacía que la temperatura en el interior del piso era escasamente diferente de la que hacía al final de la carretera de la Sierra. En ninguno de los dos casos tenía más de una cifra significativa.

—Realmente… - Dijo Roble, levantando la cara del móvil y poniendo una expresión similar a esta :-) - ¿Qué cuchillo?

—El de la muerta -, dijo Cecilio. Hizo una pausa e intentó levantarse de nuevo del sillón, sin lograrlo. - Espera, ¿qué coño has puesto? Afú, qué panda me viene tocando…

Roble aprovechó la pausa para dejar el móvil en su regazo y hacer copa con las manos para calentárselas.

—Nada -, dijo Roble, mientras pensaba “sólo un poco de #escenadelcrimen en Instagram”. Ya tenía más de veinte me gusta. Cecilio hizo un esfuerzo para intentar ver qué era lo que había en la pantalla del móvil de Roble. Se distinguían borrones rojos y figuras geométricas de color naranja. Poco más. Ninguna cara, nada distintivo que permitiera reconocer ni al sitio, ni a la víctima. Menos mal. Si al final el miedo que le tenía el Roble este a la sangre y carnicería iba a ser una suerte.

—Cuidao con la polla… - Frunció ligeramente el ceño haciendo minería de datos de sus memorias de la academia de policía, casi treinta años atrás, a ver qué decían sobre el tema de publicar fotos de escenas del crimen. No encontró nada. El propio Roble, que vaya tela marinera de nombre, Roble, había estado en la academia hacía menos. Así que él sabría.

En ese pequeño intervalo de tiempo, dedos de todo el mundo habían golpeado dos veces sobre sus pantallas, hecho me gusta sobre las fotos que el avatar de Roble había subido; Roble vio que llevaba veinticinco ya. Y en Twitter casi los mismos, con el doble de RTs.

—Lo que te decía, el cuchillo. De Ikea, - retomó el tema Cecilio, haciendo que el ritmo de tecleo de Roble variara de forma perceptible.

Gynnsam-, dijo Roble, esforzándose en hacer una n lo suficientemente larga como para que pareciera el doble y mostrándole de nuevo la pantalla del móvil a Cecilio, que lo cogió y se alzó las gafas, entornando a la vez un poco los ojos.

—No, el mango es así como triangular, y no tiene las tachuelas -, dijo Cecilio.

Se levantó con el móvil en la mano y fue a la habitación donde se encontraba el cadáver. Se oyó el chasquido de la aplicación al hacer una foto. Roble arrugó los labios y alzó las cejas.

—Has aprendido -, dijo Roble, y a Cecilio le sonó a halago. Cecilio simplemente le mostró la foto en la que aparecía un mango negro con churretes marrones, triangular, aparentemente hincado en un montón de tela también con chafarrinones negros, marrones y rojos oscuros. Rojo sangre, pensó Roble. La chica muerta, a la que no había querido acercarse.

—Coño, ¿qué te has creído, Robles, que para darle golpecitos con el dedo a un dibujico hay que hacer arquitectura? Por cierto, que ha saltado un mensaje de alguien que quería comprar no sé qué.

Roble eludió reaccionar a la conversión de su nombre singular en apellido plural para buscar el mensaje del que hablaba. Efectivamente, un blog americano de crímenes reales le compraba las fotos. Ahora no le quedaría otro remedio que acercarse a la chica. O que Cecilio lo siguiera haciendo.

—Sí. Novelas -, le dijo a Cecilio, - mías.

—Pues decía no sé qué de fotos. Joder, Robles, que la policía no es tonta -, dijo, riéndose de su propia gracia. - Tú verás lo que haces, pero si te cae un paquete a mi no me líes.

Roble seguía moviendo los dedos y golpeando la pantalla del móvil.

—El app de Ikea. No funciona -, dijo Roble, que seguía pegado al teléfono.- Normal.

Era normal que no funcionara cuando la prístina forma óptima de un cuchillo diseñado por ingenieros industriales suecos estaba cubierto por todo tipo de sustancias orgánicas. A los algoritmos de análisis de imagen les daba un pequeño ataque y el app de reconocimiento de productos de Ikea decidía renunciar a dar un vaticinio sobre el producto.

—¿Hay un app para eso? - Preguntó Cecilio, curioso. - ¿Para saber qué cosa de Ikea es un cuchillo o lo que sea?

—Hay apps para todo -, señaló al mueble que sostenía la televisión - Byaaas. - Señaló a la mesa en la que Cecilio había estado varias veces a punto de extender los pies - Klingsbo -, dijo en voz alta.

—¿Y el resto? Espera, no me lo digas. Rebotados desde el piso de Almuñécar… - Roble no contestó. Su móvil seguía emitiendo sonidos y él seguía tecleando. - No hay app - dijo aaahhh - para eso, ¿verdad?

Cecilio se rió de su propia gracia. Roble volvió al móvil, que acababa de emitir el tono que indicaba la llegada de algún tipo de mensaje.

—Paco, el secretario judicial, - dijo Roble.- Tardará. ¿Más fotos? - Le alargó el móvil a Cecilio. - ¿Huellas?

—¿Y por qué no las echas tú con tu polla? - le contestó Cecilio, socarrón, extendiendo la mano para recibir el móvil. Roble también sonrió, asumiendo la respuesta como parte de esa seña de identidad llamada malafollá granaína que todavía, después de dos años de destino, seguía tratando de aprender. - ¿Huellas? ¿De veras que este chisme también hace eso? - preguntó, mostrándolo en alto y señalándolo. Roble, como contestación, asintió.

Cecilio volvió al cabo de un minuto. A sus zapatos les costaba trabajo despegarse del suelo, recubierto de una sustancia pegajosa compuesta de capas de mugre y de diversos hidratos de carbono depositados de forma más o menos uniforme en el suelo tras caer de los vasos y manos de los asistentes a la fiesta. Un diseñador de cócteles habría hecho su agosto analizando los componentes de los mismos y un chef deconstruyéndolos y convirtiéndolos en una croqueta. Le pasó el móvil a Roble. Este empezó a pasar las fotos, sin pararse demasiado en cada una, y de repente fue consciente del olor a carnicería que venía de la habitación donde la muerta, irremediablemente, se descomponía. Le vino una náusea pero la combatió al recordar que tendría que pasar por el cuarto de baño que estaba, justamente, al lado de la habitación donde se encontraba el cadáver. Cecilio le dio una palmada en la espalda, lo que casi hizo que se le volviera a salir el vómito. El app de huellas, el apropiadamente llamado Fingar, mostraba una barra de progreso pequeña como las posibilidades reales de que encontrara algo, pero nunca se sabía. La gente iba dejándose huellas en los sitios más insospechados, y ligarlas a un perfil social era tan fácil como recolectarlas. El app valía todo el medio bitcoin que había pagado con él. Pero cuando había avanzado una tercera parte de la pantalla, el móvil vibró, dijo «Gotcha» y mostró una foto y un nombre, Cristina Ródenas.

—La compañera de piso -, dijo Roble. El novio de la víctima, antes de que hubiera que llevárselo con un ataque de ansiedad, había acertado al menos a dar unos cuantos nombres de personas cercanas. Y al hacer un registro a la casa, se la habían encontrado roncando ruidosamente en su cuarto, impertérrita.

En ese momento, casi una hora más tarde, seguía durmiendo. Dos chicas en un piso de tres dormitorios, que podían permitirse, imaginaba Roble, porque estaba lejos de cualquier facultad y prácticamente de todo. Aún así, había vislumbrado en las fotos mobiliario que estaba muy por encima de los desechos y muebles montables que había en la zona común.

—Ahí se puede quedar. Yo paso de despertarla -, dijo Cecilio.- ¿Para que pase un mal rato y que le dé un jamacuco? No es lo mío consolar a niñatas. Al menos, de consolarlas así - le dio un codazo al joven Roble, que le volvió a traer la náusea a la garganta - Bastante hemos tenido con el novio. Menudo apollardao.

—¿Apollardado? ¿Eso es granadino? - preguntó Roble. A la vez, tecleaba buscándolo en el móvil.

—Tontolaba, agilipoyao de la vida, persona que lleva ya dos años trabajando en Granada y no sabe lo que significa la palabra “apollardao“ -, dijo Cecilio. - Además, se llama Kevin, ¿qué clase de nombre es ese, cojones? Nombre de apollardao.

Roble miró en la pantalla. Apollardao. Vale. No tiene nada que ver con el tamaño del miembro. Con el que, en todo caso, no tenía por qué estar familiarizado Cecilio en el caso de este tal Kevin. Al menos diez minutos después de habérselo encontrado por primera vez.

—¿Inocente? -, preguntó Roble.

—Inocente lo es de por sí. Pero también puede ser, digo yo, que sea un mosquito muerto de los que las mata callando. Dicho esto como figurativamente hablando, vamos, porque el tío bien que chillaba cuando llamó, según nos contó la del 112 y mientras nos abría la puerta. Vamos, que no tengo ni puta idea, Roble. Pero me extrañaría. Cuando salga del Clínico le preguntaremos. Pero vamos, que no.

—¿Por? - preguntó Roble, de nuevo.

—Mira las fotos. El cuchillo.

—Espera -, dijo Roble. Pasó el índice unas cuantas veces por el móvil - Un ñistra.

—La posición del cuchillo, el ángulo, - hizo movimientos de Bates apuñalando la cortina de la ducha en “Psicosis“, - quien fuera tendría que ser bastante más alto que ella. Y ese menda, así a ojo de buen cubero, era de la misma altura o un poco más bajo.

—¿Seguro? - insistió Robles.

—Coño, Robles, porque me he visto el NCIS y el CSI y toda serie maderera que echen por la tele o te puedas comprar en el Cortinglés o que se pueda bajar uno subtitulada para entenderla. ¿Tú te crees que me ha tocado ver muchos fiambres? - dijo, y se encogió de hombros - ¿O que me lo enseñaron en la academia? En mi época, lo que te enseñaban era a dar hostias a dos manos, del derecho y del revés. Y los muertos que me ha tocado, con los dedos de esta mano se pueden contar -, mostró su mano izquierda, en la que le faltaba un dedo. - Y todas eran mujeres y los asesinos eran siempre sus parejas, que, a veces, estaban justo al lado, con los sesos volados o, si no tenían licencia de caza, ahorcados con el cinturón, que es muy socorrido. Expediente cerrado, caso resuelto, te vas a casa y te echas la siesta. Pero vamos, que en las series es lo primero que miran, Ángulo, altura, ese tío tan largo es culpable, ese no.

—Vaya -, dijo Roble.

—Qué -, contestó Cecilio, apoyando el puño sobre su muslo.

—Quique. El periodista.

Aparentemente, Quique había visto que Roble había hecho check-in en FourSquare en el barrio y me acaba de poner un me gusta en él. - Viene.

—Cuidao con la polla y con el chismecico. Porque se ha enterado por el chismecico, ¿no? - Roble puso cara de póker. - Un día nos vas a traer problemas. Verás tú.

—Será la primera vez… - Roble no siguió, consciente de la inutilidad de discutir con Cecilio y también de la de cualquier consejo que Cecilio le hiciera al respecto.

—Será la primera vez que te cogen el chisme y te lo estrellan en los morros -, le contestó Cecilio.

Roble no dijo nada y siguió golpeando con la yema de los dedos y la ocasional uña la pantalla de su móvil, cambiando de aplicación.

—Mira, dicen que… - Movió el pulgar verticalmente, pasando algo por la pantalla - el color de la sangre - movió pulgar y corazón, ampliando algo - indica que… es auténtica.

Dijo esto último bajando la voz, consciente del #fail y #vayanovedad que eran las expresiones precisas para calificar sus palabras. Pero los comentaristas de la imagen no sólo habían hecho eso. También se quejaban del tratamiento Lomo de la foto. Poco más. Los seguidores de Dexter parecían no estar muy espabilados a estas horas de la mañana. Todo eso no había impedido que el número de me gustas siguiera creciendo, por otro lado. Lo que era bien, pensó Roble.

Cecilio se volvió a sentar en el sillón, diciendo por el camino “Afú” varias veces, y se puso a escribir en un bloc pequeñito, con portada a cuadros y un alambre uniendo las hojas por su parte superior.

Se comenzaron a oir ruidos en dirección opuesta a l pasillo en el que se encontraba el cadáver. Los dos giraron la cabeza en esa dirección. Luego se miraron el uno al otro y finalmente siguieron uno escribiendo en el móvil y otro en el bloc.

Durmiendo con un cadáver. Y luego despertando.

Tina avanzó por el pasillo con una mano sobre la cabeza, tratando de contener el dolor que le latía en su interior y que amenazaba por expulsarle los globos oculares fuera del cráneo. Ahora mismo parecía que le había tomado una manía especial al ojo derecho, así que lo mantenía cerrado y, en ocasiones, tapado con la mano derecha para mayor seguridad.

Habría querido seguir en la cama. Pero había llegado un momento en que la resistencia a levantarse no había podido con la necesidad de ingerir una dosis de ibuprofeno. Que era prácticamente lo único que no tenía, en cuestión de química sintética, en su habitación, pero justamente lo que necesitaba a esa hora. No la había encontrado en la cocina. Quizás su compañera Demelza tuviera. O si no, quien quiera que anduviera por la casa, que llevaba oyendo el trajín en el salón y crujidos en sus muebles durante un rato.

Efectivamente, desde el pasillo vislumbró a dos tíos. Serían amigos de Demelza. O escombros de la fiesta. Uno de ellos sí podría haber estado en la fiesta de lanzamiento del día anterior. Incluso lo recordaba, junto con unas trescientas caras y unos cuantos culitos preciosos. Tenía el pelo castaño rizado y peinado de forma que huyera de los laterales de la cabeza. Llevaba una rebeca de lana de Just Cavalli que Tina recordaba haber visto en la web no hacía tanto. Los pantalones de camuflaje eran Michael Kors y la combinación era absolutamente inadecuada pero, de alguna forma, con el peinado, las zapatillas Marc Jacobs y las gafas de pasta de color verde oliva, lo conseguía, quizás porque en el momento que llegabas a los zapatos te dabas cuenta de que llevaba varios miles de euros encima. Además, no se había molestado en levantar la vista del teléfono, lo que lo acreditaba como cool sin duda. Igual se lo trajo Berta anoche y lo había dejado ahí. ¿Y Berta estaría en…? Su cerebro le estaba avisando a base de latidos dolorosos que no era ni momento de chequear gente ni de pensar, de hecho, nada. Así que se dirigió al otro, que no podría haber estado de ninguna de las maneras en la fiesta y cuya ropa tendría un precio de venta al público tan alto como uno de los zapatos del hipster y eso una vez deducido el precio de los cordones. Sería amigo de un amigo. O vendedor de alguna compañía de telecomunicaciones.

— ¿Tenéis un ibuprofeno? -, les preguntó. Hipster mono la miró durante una fracción de segundo. El otro trató de levantarse del sillón, sin conseguirlo. Comenzó a cruzar el salón donde se encontraban- Da igual, ya voy a pedirle a la compi -, dijo, señalando hacia la habitación donde se el cadáver, silencioso, seguía esperando ser levantado.

— ¡No! - dijo el tipo viejuno, consiguiendo finalmente levantarse y abriendo mucho los ojos. El otro, mientras tanto, la miraba con esas gafas de hipster mientras se llevaba los dedos a una de las patillas, la derecha, que era un poco más gorda. Para hacerle una foto, claro, a estas alturas todo el mundo sabía cómo funcionaban esas gafas de Google. Sin saber por qué, no le hizo maldita la gracia ser fotografiada. O no le habría hecho tratándose de otra persona, pero qué diablos, las fotos la amaban. Estaba mona hasta con resaca.

—Vale, vale, vale. Ya está. Cuando salga el novio, o ella, o los dos, me avisáis. Y otra cosa no tendríais, aspirina, Gelocatil. ¿Oxicodona? - dijo, mirando al hipster con una mueca un tanto sarcástica.

—No, Tina. Nada. Ya lo siento -, le dijo sonriendo. Seguro que estuvo en la fiesta, si no, ¿cómo sabía su nombre? O se lo habría dicho el novio de Demelza, que sería su colega. O su cuñado. Y el otro el suegro.

Tina le sonrió. Y ese acto de mover los músculos alrededor de la nariz de alguna forma la abrió y notó el olor. Miró hacia atrás, hacia la cocina, a ver si desde esa dirección era más fuerte. Una vez se habían dejado la basura sin sacar durante un par de semanas y olía más o menos así. Peor, quizás. La fiesta. Eso tenía que ser. Alguien se había dejado las mediasnoches de mortadela debajo del sofá y ahora los ácidos grasos se estaban hidrolizando. Cuando Demelza se levantara, habría que ponerse a limpiar rápidamente. Alguien tendría que hacerlo, vamos. Que el suelo esté pegajoso se puede aguantar y es algo que va de suyo en cualquier piso de estudiantes. Pero el olor… Eso sí que no. Además, es posible que huela un poco a… No. eso no, nunca. — Vale, vale. No pasa nada. Me voy a hacer un café. ¿Queréis algo? - dijo, mirando a hipster de nuevo. Este miró al otro, como si pidiera permiso. El otro no dijo nada, pero se echó mano al bolsillo, sacó un móvil y miró la hora.

—Te invito -, le dijo el hipster.

—Oye, ¿tú qué te has creído? - le contestó Tina, frunciendo los labios.

—Las pastillas… Y mientras, tu amiga…

—Ah, sí. Vale, vale. Me pongo los pantalones y listo -, dijo Tina. El viejuno, que parecía no haber sido consciente hasta ese momento de que ella llevaba sólo una camiseta, miró hacia el sur y se ruborizó. Viejo verde. Joven inconsciente. Qué frío hacía, caray.

Café para dos

Por un momento, Roble había creído que la chica iba a descubrir la situación antes de lo conveniente, es decir, antes de que pudieran sacarle cierta información sobre qué había pasado la noche anterior. Y antes de que, al enterarse ella de lo ocurrido, tuvieran que hacer de consejeros psicológicos, de lo que tendría que encargarse él porque Cécil era un inútil para prácticamente todo. Además, si ella había tenido algo que ver con el asesinato, trataría de sonsacarles lo que sabían, de donde se filtraría lo que ella sabía. Ese juego de yo sé que tú lo sabes pero no voy a dejar que lo sepas y a la vez voy a hacer como que no sé que tú lo sabes podía ser fructífero. Siempre que efectivamente lo supiera. Había un tercer factor además, que era la posibilidad de, eventualmente y con un poco de suerte, tirársela, lo que habría sido bastante improbable en caso de que la presencia de Roble estuviera asociada, desde el principio, con una compañera asesinada. No es una buena forma de presentarte. “Hola, soy poli, tu compi ha muerto y, por casualidad, ¿no la habrás matado tu?“.

—Menuda fiestuqui anoche, ¿eh? - dijo Roble, lanzándolo como un anzuelo para tratar de pescar algo sobre el conocimiento de Tina de la situación.

—Sí, ¿verdad? -, contestó Tina, un poco más animada tras haberse bebido el zumo de naranja de un trago y haber empezado con el café con leche semidesnatada, la mitad fría -, creo que vino todo el mundo, pero todo el mundo. Hubo un momento que no se podía ni salir ni entrar, gente por todos lados, en los pasillos, ni se oía la música, fíjate. No había música, ahora que lo pienso. O la había ratos. No me acuerdo. Es lo guay de vivir en un sitio tan solitario, que no molestas a nadie. Vamos, que me da igual molestarles o no, es su problema, pero si los molestas llaman a los maderos y te cortan el rollo. Pero, oye, contéstame, ¿lo probaste? ¿Te gustó?

Roble no sabía a qué se refería. Hizo un gesto ambiguo alzando los hombros y haciendo una mueca con los labios. A la vez, pensó que era una chica totalmente aceptable, aunque no el tipo de chica por el que se haría algo épico, como, por ejemplo, dejar a otra chica. O incluso cancelar una cita con amigo o amiga. En ese momento del día, el pelo no era su fuerte. El que hubiera salido a la calle sin dedicarle cierto tiempo más allá de un cepillado sin vigor tampoco le había favorecido. Pero era cóncava donde la evolución había hecho a las mujeres cóncavas y convexa en los sitios correspondientes. Perfectamente aceptable, por supuesto. Siempre que, claro. Superpuestas a esas capas de pensamiento estaba el subtexto: no sabía lo que había ocurrido, o al menos no estaba tratando de sonsacarle a ver qué sabía él. O eso o era muy lista y se había dado cuenta de que como no se la habían llevado detenida no era sospechosa. Y también era tan lista como para no parecerlo. Roble alzó la ceja en un gesto que solía usar cuando sopesaba diferentes posibilidades, sin ser capaz de quedarse con ninguna.

—Bueno, sí, es que es un poco así, pero… ya veremos lo que pasa - dijo Tina, contestando, o quizás no, al gesto de Roble. - Pero vamos, que la fiesta estuvo bien…

Al menos para una persona no lo había estado tanto, pensó Roble. Bajó la ceja inclinándose por la posibilidad de que Tina no supiera nada todavía. Habían tenido que andar unos cien metros, desde muy cerca del final de la carretera de la Sierra hasta lo que, por la antigüedad de los edificios, parecía el anterior extremo de la misma, donde sí había una cafetería abierta. Por el camino, un bloque de casas de dos pisos con carteles de “Se alquila”, “Se vende”, “Por propietario“, “Por entidad bancaria“, algunos torcidos y adheridos sólo por una de sus esquinas, persianas echadas, escombros de burbuja.

En el bar, colgadas en las paredes, bufandas del Granada Club de Fútbol, que andaba peleándose con denuedo para alcanzar los puestos de descenso de segunda de nuevo; parejas de jubilados, jubilados sin pareja y algún grupo de amas y amos de casa que compartían el café post-abandono de los niños en el cole y hablaban, precisamente, de eso, aparte de organizar partidas de pádel por parejas. O con parejas.

—Por eso acabamos, ¿a qué hora acabamos? -, le preguntó a Roble, que hizo un ruido ambiguo y puso cara de pensativo. - No te acuerdas tú tampoco, ¿verdad? - Roble se encogió de hombros. Tina notó el bloquecito cuadrado de cristal que tenía delante de las gafas. ¿Google Glasses? No había visto muchas. El tío tenía que ser un poco friqui. Pero friqui bueno. Friqui hipster.

—Cuando Demelza… - dejó la frase sin terminar, para que Tina lo hiciera por él. O la dejara ahí, implicando que se había ido cuando Demelza se había ido a su habitación. O al otro barrio. Roble no pudo evitar sonreír. El humor negro le ganaba, aunque fuera él mismo quien lo produjera. Ya que aparentemente no sabía nada, a ver qué podía obtener.

—No, espera, Demelza…sí, estuvo, pero yo no la vi desde las dos o las tres. ¿O las una? Espera, cuando nos quedamos con el Riki y la Santi y nos… - le dio una risita - No, había un grupo de tíos un poco raros ahí, chungos, y pasamos de ellos, pero esta… no sé, no me acuerdo. Estaría en su habitación cuando acabamos. O se habría ido.

—Las fotos… - Roble había visto ya el perfil de Facebook de Tina, donde había fotos hasta la 1:25, más o menos.

—Las fotos fueron la caña, qué buenas. ¿saliste tú en alguna? - se sacó el móvil del bolsillo y empezó a pasar el dedo por una pantalla tan intrínsecamente nítida y extrínsecamente sucia que parecía un anuncio de limpiacristales para móviles, de los que se habían hecho tan populares últimamente. Se rumoreaba que Apple iba a sacar su modelo 7 con el limpiacristal ya incorporado.

Se quedó pillada un rato mirando las fotos. Roble tomó nota mental para pedírselas más adelante. Seguro que todo estaba en la nube ya y, por tanto, accesible con las habilidades y contactos adecuados, pero era más fácil siempre si ella se lo daba. Menos caro también. Tina entornaba los ojos de vez en cuando y volvía a mirar al móvil, como comparando alguna cara de las fotos con la suya.

Mientras estaban pasando fotos en el móvil sonó el de Roble con el tono de Cecilio. Eso no podía significar más que la llegada del forense y el juez para levantar el cadáver. Ya había, de hecho, visto pasar la furgoneta del Anatómico-Forense en dirección hacia el piso.

No creía que le durara mucho más el café, así que antes de que recibiera el impacto de la muerte de su compañera trataría de sacarle algo más. No una confesión de culpabilidad, claro. No parecía que supiera nada, y lo sabía, no parecía fácil pillarla en un renuncio. Pero había que intentarlo.

—Demelza… - empezó diciendo Roble. Tina parecía de ese tipo de personas que necesitaban rellenar con palabras el espacio entre dos personas, al menos si no estaba, como en ese momento, entretenida mirando fotos en el móvil.

—Sí, oye, ¿llevaba mucho rato el novio dentro? Es que fíjate cómo estaba el piso habrá que fregar, a ver si el novio también pega sello, que el tío… - Roble abrió los ojos, como sorprendido o quizás en la primera fase de un momento “eso que estás diciendo me molesta ligeramente pero lo voy a dejar pasar” - No, si no digo nada, es buena gente, mejor que ella -, ahí Roble entró totalmente en modo “qué me estás diciendo”-. No, bueno, no mejor, si ella al fin y al cabo…

—Ea -, dijo, rotundamente, Roble.

—Fíjate, el otro día… - Tina comenzó un relato complejo, con muchas hebras y un elenco de personajes extenso de algo que empezó con la compra de yogures en el supermercado y terminó con la pérdida de un cargador del móvil. - ¡Y ni siquiera era de ella!

De la historia de Tina se transmitía una vaga animadversión. No la suficiente como para clavar un cuchillo en el esternón. Roble sonrió levemente ante este pareado y lo anotó para un tuit posterior. También anotó la sonrisa para un selfie futuro. No duró mucho. En seguida pensó en cuantas justificaciones de asesinatos comenzaban así, con cargadores que ni siquiera eran de alguien. Tendría que averiguar de quién era el cargador del móvil. Del crimen. Sonrió de nuevo. El café había avivado sus neuronas.

—¿Volvemos? -, dijo Tina, levantándose. - A ver cómo andan esos, - le dijo haciendo amago de pegarle un codazo a Roble. Roble se dirigió a la barra a pagar, Tina no hizo amago siquiera.

Salieron del café y volvieron por la misma acera, en dirección al bloque en el que se encontraba piso. Unos metros por encima de los tejados, diferentes drones revoloteaban en dirección a la ciudad o alejándose de ella. Uno realizaba un circuito, muy cerca de la puerta del bloque. Justo debajo de él, Roble vio la furgoneta del Forense aparcada. Tina también. Empezó a abrir los ojos, luego a entornarlos. Luego la boca. Roble la interrumpió. Era una furgoneta frigorífica normal y corriente. Podía ser la de un cátering o de unas mudanzas. Pero había demasiada gente alrededor, un coche patrulla aparcado más adelante y en unos segundos vería al madero de uniforme plantado en la puerta. Así que, para Roble, había llegado el momento de desaparecer. El momento consolación de damisela en apuros tenía su gracia, pero para eso estaba su compañero que tenía más experiencia en el tema y ninguna posibilidad de sacar provecho de la situación.

—Bien-, dijo Roble.- ¿Tu contacto?

Todavía no habían empezado el interrogatorio oficial, ni se consideraba testigo ni ninguna otra figura procesal. ¿Por qué no iba a poder quedar con ella y dejarse llevar por lo que surgiera? Se dieron la mano para que sus pulseras intercambiaran los datos de contacto; Roble dejó su mano entrelazada unos segundos más de lo estrictamente necesario. Tina no hizo ademán de soltarse.

Fiambres y bocadillos

Ya se había escaqueado el Roble de las narices, pensó Cecilio. Miró en derredor, a los de la furgona del Anatómico fumando apoyados en la puerta del conductor, al agente cachas recién salido de la academia que lucía músculos y tatuaje a pesar del frío, de pie y de brazos cruzados en la entrada al bloque, al coche del juzgado un poco más allá de donde se acababa de bajar la jueza, bajita, rubia con un traje de chaqueta y el pelo corto. No la conocía. Sería nueva, o sustituta o algo. Y Roble alejándose en dirección contraria de la compañera del piso, acercándose con lentitud, como no queriendo creer que aquello tenía que ver, de alguna forma, con ella, cuando no vivía nadie más en el bloque y casi en cincuenta metros a la redonda, no quedaba más remedio.

Con un poco de suerte podía entretenerla y retrasar el momento histeria hasta que llegara… alguien. Se fue acercando a ella, con la mano en el bolsillo, mesando la placa, pero Quique el periodista le adelantó por la izquierda y se dirigió a la chica.

—¿Es usted familiar de la difunta?

Ella abrió muchos los ojos y se echó a llorar, claro. Y Quique se puso a grabarla con el móvil, claro. Ya veía el titular: “Momentos de pánico en el piso de la estudiante asesinada”, seguido de las frases de stock que tenían preparadas para esos casos. “Era muy querida por todos” (muy querida por todos los vecinos, en caso de tratarse de una barriada popular o un pueblo; frase preferida por el presidente de la asociación de vecinos o el alcalde pedáneo), “Tenía una vida por delante” y “No podía imaginar que le iba a pasar esto”.

—Anda, Quique, pilla y lárgate, cojones, no des más por culo. - le dijo Cecilio, cogiéndolo por el brazo e indicándole la dirección del centro de la ciudad. - Luego te pasas por Jefatura y te damos el comunicado de prensa.

—Me largo ya. Si antes me dejas subir a hacer fotos. - le contestó Quique.

—No te dejo subir a hacer fotos -, dijo Cecilio, haciendo a la vez un gesto con la mano. - El de la poli las hace bien bonicas y enfocás y tienen todo lo que tienen que tener o que nosotros queremos que tenga. Venga, humo.

—Entonces, aquí me tienes en la puerta hasta que desfile desde la primera a la última maruja del barrio. Y el artículo sobre incompetencia policial, con tus nombres y tus apellidos, lo tienes garantizado como no trinquéis al asesino esta misma tarde. Esta misma mañana. Eso igual no te viene bien para pillarte alumnos de oposiciones, ¿eh, Cécil?

Cecilio le soltó el brazo. No, no le vendría bien como publicidad. Al menos de forma inmediata. Pero en dos meses se habrían olvidado y le daría igual. Además, estaba ya un poco harto de preparar oposiciones y el piso de la costa lo tenían prácticamente pagado.

—Pero ¿quién se ha muerto ni niño muerto? - dijo Cecilio, encogiendo los hombros y metiéndose las manos en los bolsillos - Es un registro rutinario. Y no me agobies, Quique, que me busco la ruina, de verdad.

—Sí, y esa furgoneta es la del fresco del barrio, oye, qué bueno, lo del fresco del barrio, eso va a mi blog, fijo. Y esa señora que se ha bajado del coche no es la jueza Blanco sino su gemela maligna que viene a hacer una fiesta de Tuppersex.

Estos minutos de intercambio de frases los había aprovechado la chica para acercarse hasta la puerta del bloque sin dejar de llorar, aunque más en silencio. El agente no la dejó pasar y tras amagar unos golpes decidió, simplemente, sentarse en el suelo y seguir llorando. Quique y Cecilio se fueron hacia ella, pero Cecilio volvió el brazo con la palma hacia atrás y le impidió continuar a Quique.

—Venga, coño, Cécil, dame vidilla, cojones. ¿Cuánto? - le preguntó Quique, echándose la mano a la cartera en el bolsillo de atrás.

—Te voy a meter una hostia que te van a hacer palmas las orejas. Eres más tonto que lo que se sirve normalmente en periodista. ¿Cuándo te ha funcionado eso conmigo? ¿Eh? ¿Cuando?

—Siempre hay una primera vez. Te sorprenderías -, le contestó Quique sonriendo y volviendo a dejar la cartera en el bolsillo de atrás.

—No me voy a sorprender porque eso te lo guardas pa ti y pa tus muertos y pa los de asuntos internos si es que te preguntan. Ahora, humo.

—Joder, Cécil, que está el de marketing del periódico encima nuestro, todo lo que huela a sangre son visitas a la web y si tiene imágenes, más, venga, va, joder…

Cecilio no dijo nada. Tina había vuelto al suelo a llorar y la jueza y el secretario judicial se acercaban ya a la puerta y tenía que atenderlos.

—Tres condiciones: primero, no publiques nada hasta que te digamos. Dos, si te enteras de algo nos lo dices a nosotros antes.

Quique había aprovechado para tirar unas cuantas fotos con el móvil.

—¿La tercera? -, preguntó.

—Cuando me acuerde te la digo. Venga, puedes subir y echar unas fotos y cuando se le pase el berrinche te dejo cinco minutos con ella. Pero déjame a mi primero, hombre.

Asuntos propios

Roble fue andando hasta la parada más cercana de la línea L, que pensaba tomar para ir hacia el Clínico a entrevistar al novio de la chica difunta. Kevin. De padres, seguramente, fans de Aquellos maravillosos años lo que les había marcado no sólo cultural sino físicamente.

En los ratos que pudo apartar su atención del exterior, es decir, prácticamente todo el tiempo y durante el trayecto fue perfilando al chaval. Tenía cuenta de todo tipo de redes sociales, incluso de alguna que Roble tenía de sus otras actividades. De Jelly, de Twitter, de Facebook, de Instagram. Donde más se movía era en Jelly, respondiendo a todo tipo de preguntas estúpidas. “¿Qué color de bufanda prefieres?” “¿Caballo o poni?” “¿Filadelfia o Seattle?”. Retuiteaba fotos retro de maquinaria pesada y de robots de películas de serie B.

En Instagram, mucho selfie, algunos, pocos, con su difunta novia. Este sería del tipo de gente que queda con la novia para usar con ella, en paralelo, el móvil. Ya se lo podía imaginar, mandándole un Whatsapp para decirle “¿Dejamos ya los móviles para proceder a besarnos apasionadamente sonrisita sonrisita corazón sonrisita?”

Ninguna de ellas parecían razones para asesinar a su novia ni, de hecho, tener nada que ver con el tema. Puso en Facebook el inicio oficial de la relación hacía ocho meses, en mayo, finales del curso pasado. ¿Una novia anterior especialmente celosa que no hubiera soportado su relación actual? No parecía tenerla, alguna amiga que otra. Tendría que minar fotos y posts suyos y de su entorno para sacar alguna conclusión más, pero su olfato le decía que no. Por otro lado, parecía haber tenido alguna relación anterior, pero nada que indicara que se hubiera tomado la ruptura, o abandono, o separación, como algo más grave que la pérdida de unos cuantos seguidores en Twitter. Si había alguna infidelidad de por medio, no encajaba en el perfil del asesino de mujeres. Y menos del asesino que, a sangre fría, se muestra desconsolado cuando sabe de la muerte de la misma.

El app monedero de bitcoin de Roble sonó, con su tintineo metálico, en ese momento. Ya le habían abonado las fotos que había tomado el Cécil, un par de bitcoins que no era probable que duraran veinticuatro horas. Sólo si esto le tomaba demasiado tiempo.

Bajó del autobús en la Caleta y le mandó un Whatsapp al asistente social que estaba con el chico para ver donde su posición dentro del hospital. Recibió un mensaje inmediatamente, indicándole que seguían en urgencias y parecía que el chaval estaba más calmado gracias a la química. También un mensaje de la operadora del autobús preguntándole si su viaje en la línea de alta capacidad había sido satisfactorio. Pulsó el círculo verde del Si, siendo incapaz de recordar, en ese momento, ni siquiera si había ido sentado o de pie.

Se lo encontró tumbado, con los ojos cerrados, El asistente, a su lado, leía en un tableta. Se levantó y le dijo

—Ya es cosa tuya -, miró el reloj y se puso el chaquetón para salir. - La familia vendrá en un rato.

—Pero ¿está…? - preguntó Roble.

—Atontao, sí. No sé si más de lo habitual, pero lo que le hemos metido es fuertecillo.

—Vale.

Ahora tendría que despertarlo. Decidió no hacerlo. Además, tenía que solicitar al juzgado intervención de cuentas en bancos, listados de llamadas, tráfico de datos, claves de cuentas de correo… Entró en el formulario del juzgado al que habían asignado el caso y marcó todo. Estaba tecleando el informe de justificación cuando sonaron los acordes de llegada de un mensaje por WhatsApp. Era Cécil indicándole que habían llegado los del juzgado y que dónde coño estaba.

El sonido hizo que Kevin abriera los ojos. Ni siquiera los tenía marrones como el Kevin original. Miró a Roble con cara de asustado, miró en derredor, volvió a cerrarlos y a abrirlos, como si no se creyera donde estaba. Cogió el móvil y miró la hora y empezó a respirar rápidamente. Lo que fuera que le habían metido, se le estaba pasando. Miró de nuevo a Roble, entrando en modo pánico.

—Sí, soy Roble García, del Cuerpo de Policía Nacional. - Kevin miró como si no lo conociera, pero algo encajó en su cabeza. - Cuéntame.

Kevin rompió a llorar de nuevo. Roble fue al cuarto de baño del box y cogió un rollo de papel higiénico. Se lo pasó.

—El asesino, Kevin. Hay que encontrarlo -, dijo Roble, en tono tranquilizador. - Ayúdanos. ¿La fiesta?

—No fui a la fiesta. Si hubiera ido… - Roble lo miró bien. Si hubiera ido, habría estado borracho o estaría ahora muerto. O las dos cosas. Pero no se lo dijo.

—¿Y cómo…? - preguntó Roble.

—Demelza lleva iBra. - Roble sabía lo que era, ropa interior inteligente que te detectaba desde el latido cardíaco hasta toxinas presentes en el sudor. Las parejas no lo eran de verdad hasta que no se agregaba el iBra o iBoxers de la pareja al app del móvil de uno. - Dejó de transmitir a partir de las tres o las cuatro, y me despertó al sonar una alarma en mi móvil, y yo era como, “Qué diablos pasa“, y le pongo un Whatsapp, y no me contesta, y yo como “Qué diablos pasa“, otra vez…

—Pero hasta las ocho…

—Si, pero yo era como “Bueno, a veces se lo quita y para dormir se pone uno que no lleva sensor, no pasa nada“, así que me dormí, pero me desperté temprano, y bueno, de todas formas fui, y, y…

Otra llantina.

—Estaba… - dijo Roble, intentando volver a la conversación.

—Medio caída de la cama -, dijo entre hipidos-, un charco de sangre en el suelo, el pelo…

—De espaldas.

—Sí. No. Era como…

—La cara…

—No se le veía, sólo un poco, la oreja… Estaba como desfigurada. No parecía ella.

Se echó a llorar y Roble ya no pudo sacarlo de ese lugar oscuro y aparentemente muy líquido. Sonaron diferentes melodías procedentes de diferentes aparatos y Roble, eventualmente, se fue.

Sentido y sensibilidad

En otro lugar de Granada, Cecilio se dio cuenta de que Tina no estaba tampoco, en ese momento, en condiciones de responder a muchas preguntas. Le pidió que le hiciera una lista de las personas que habían asistido a la fiesta más adelante, pero por el momento que tratara de recordar cuándo había visto a Demelza por última vez. Dejó la pregunta sobre drogas y cualquier otra actividad ilegal de la difunta para más adelante. Total, acabaría saliendo. Esas cosas siempre salían. Tina le contestó entre hipidos; había dejado de verla a partir de las una o las dos de la mañana.

—¿Había alguien extraño en la fiesta? - le preguntó, finalmente. Tina dejó de secarse los ojos y lo miró.

—A partir de cierta hora, todos éramos extraños - le contestó Tina, con esfuerzos visibles para no dejar los ojos en blanco antes de hacerlo.

A Cecilio esa respuesta le dejó un tanto bloqueado; ninguna pregunta más se le vino a la mente a partir de ese momento. Así que se la pasó, como había prometido, a Quique. Móvil en mano, éste le preguntó:

—¿Cómo se siente por la muerte de su compañera de piso?

Cecilio no se sorprendió en absoluto de que, una vez más, los periodistas hicieran grandes esfuerzos para sacar de dentro de cada persona los tópicos que contenían. Sin embargo, la respuesta fue

—Pobre… Ahora, ¿cómo voy a poder pagar yo el piso?

Con casi treinta años de policía, Cecilio pensó que la condición humana nunca dejaría de sorprenderle.

Identidad

Roble estaba de pie en el autobús, camino de vuelta a su casa, cuando recibió la llamada de Cecilio, informándole de lo que Tina le había contestado y de la llegada de recoge-fiambres, en palabras del propio Cecilio. Inmediatamente le envió un mensaje a Tina quedando para tomar algo esa noche.

Sus planes inmediatos incluían dormir unas cuantas horas. Había estado de servicio toda la noche, un turno de diez horas que al final parecía haberse extendido unas pocas más. El app TuSalud de la pulsera ya le estaba avisando de que era hora de un sueño reparador si se quería mantener saludable y con la piel tersa. Además, su vigilia no tenía visos de aportar nada a la investigación. Arma oportunista, persona sin grandes enemistades ni, aparentemente, amistades, categorías ambas que podían pasar a la de asesinos fácilmente. Así que hacerle caso a TuSalud parecía una opción razonable, por el momento.

Mientras pensaba esto, escuchaba la conversación que se desarrollaba en el asiento de atrás. Escucha oportunista que, pensó Roble, las redes sociales nunca podrían emular. Legalmente, al menos.

—No, los vídeos son muy de principio de década. Ahora lo que la peña demanda es el texto, ¿sabes? Más portable, más ubicuo, más profundo, más modos de interacción. Más largo, más oportunidades de interactividad, más posibilidades de viralidad, ¿no?

Su compañero o compañera emitió un sonido para indicar reconocimiento de continuidad en la comunicación. Quien hablaba, una persona que, por la voz, podría tener tanto la edad de Cecilio como la de Roble como una cualquiera situada entre las dos, continuaba.

Mientras tanto, las gafas de Roble habían recolectado las firmas electrónicas de todos los pasajeros del autobús y ya sabía, al menos, si se había encontrado con ellos alguna vez. Con un poco de suerte, podía captar alguna información adicional y asociar la firma electrónica a una persona. Y eso, a su vez, se almacenaba para cuando pudiera resultar útil.

—No requiere nada, en realidad. Un vídeo son tres minutos, y luego es como, ahora qué veo, ¿no? Un libro son horas y horas de entretenimiento sin tener que molestarse en pensar qué haces luego, ¿te das cuenta? Y una serie, mucho mejor. ¡Días y días acumulados!

Sí se debía de dar cuenta, porque continuó. Una aplicación de reconocimiento de voz de Roble ya había asociado la voz a un podcast aparecido en algún sitio, lo que le dio también un nombre y todas las demás coordenadas. El nick que usaba era Vicente Asterisco.

—Además, lo mejor de los libros es que, en realidad, la gente no los lee, ¿te das cuenta? Satisfacen su necesidad inmediata de adquirir algo, por poco dinero, o de poseerlo para poder vanagloriarse de ello en las redes sociales, ¿sabes? Después de eso, leerlos es un extra, pero no es estrictamente necesario, ¿te das cuenta?

Roble se entretuvo mirando el perfil en las redes sociales de la chica muerta, Demelza. Ahí había compartido sus compras de libros, efectivamente. No resultaba difícil ver qué le servía de inspiración: una cantidad considerable de títulos que incluían referencias tórridas o abiertamente eróticas. Y ahí estaban sus propios libros publicados y las felicitaciones correspondientes, algunas veces miles de ellas. 69 tonos de 0XEEE parecía uno de los más populares, con mensajes en el perfil que hablaban de cómo escalaba los puestos de ventas y cómo había alcanzado mil ventas y luego mil quinientas, dos mil… Rearrancando tus sentimientos parecía también bastante popular, y Fundiéndote la EPROM también. Había más de una docena, todos con un éxito considerable. Consultó los resúmenes, todos muy parecidos, mujer arrastrada por una pasión por lo cibernético y atrapada por el amor mecánico que, finalmente, acaba reprogramando. O, quizás, reprogramándola a ella. O reprogramándosse mutuamente. Había programación, en todo caso. Y amantes verdaderamente incansables. Mecaporno, en resumen. Y, aparentemente, del bueno, por los puestos de ventas en los que se situaba.

Y ya que estaba consultando ventas, Roble miró las suyas propias. Mátame a las tres había vendido algo, pero Si no me matas, me enfado seguía estancado en un par de ventas al día. No estaba mal, pero tendría que sacar algún título nuevo próximamente si no quería que el público huyera de los selfie-thrillers buscando cualquier otra cosa. Mecaporno, por ejemplo. Mientras tanto, el de atrás continuaba.

—Y todo el mundo es un poeta cuando habla de lo que le gusta. Por ejemplo, a ti te gusta el ganchillo, ¿no? Las novelas sobre el ganchillo son un género todavía sin explorar. Anímate… - Algo pitó - ¿Lo ves? Acabo de vender uno de Cirios por manzanas - Más pitidos - Y otro de Velas y van vegetales.

Roble comprobó el perfil de Amazon de Vicente a ver si decía la verdad, por pura rutina. Los escritores siempre mienten. No pudo comprobarlo, porque Amazon no revela las ventas, pero el de las velas parecía estar en el tramo de las decenas de miles con más venta que indicaba que habría vendido quizás uno en las últimas horas. Igual decía la verdad.

—Pues invítame a una caña -, contestó el amigo, o, más concretamente, compañero de asiento en el autobús.

Los muertos no hablan, los vivos sí.

El walkie de Cecilio emitió un trino. Se encontraba de nuevo en el salón del piso donde había sucedido el asesinato, evitando sentarse en el sillón caníbal y esperando que salieran los funcionarios de criminalística, que habían entrado hacía unos minutos junto con el médico en la habitación donde se encontraba el cadáver. La jueza y el secretario judicial no andarían lejos, posiblemente en el pasillo, porque en la habitación era improbable que cupieran todos.

—Inspector, una tipa aquí que quiere subir porque dice que vive ahí o no sé qué, - oyó que le decía desde el walkie alguno de los agentes que estaba en la puerta..

—¿Qué? - contestó Cecilio.

A menos que una consecuencia de la edad provecta de cincuenta años fuera que se le había olvidado totalmente la capacidad de contar, en el piso vivían dos chicas. Una estaba de cuerpo presente, y la tal Tina estaba sentada en el sofá donde ellos habían estado sentados antes. Tras el breve berrinche se había puesto a disposición de los agentes, posiblemente para asegurarse de que no rompían nada y después de trastear un rato en su propia habitación, «arreglándose», decía.

—Aguántala ahí -, dijo Cecilio por el walkie. Tina no reaccionó.

—Jefe, no sé si querrá…

—Lavín, compae, que se espere, cojones -, dijo Cecilio, intentando no gritar.

—Es que…

Cecilio cortó la comunicación. Le puso una mano en el hombro a Tina que estaba concentrada jugando en el móvil, con todo lo sucedido aparentemente ya olvidado. Le habían pedido que no dijera nada a nadie, pero seguro que ya lo había puesto en tres redes sociales diferentes.

—Tina, ¿quiénes vivís aquí? - preguntó Cecilio, como con curiosidad.

—Bueno, Demelza y yo, pero Demelza está muerta, - se le escapó una risita -, así que yo sola.

—¿Nadie más? - insistió Cecilio- ¿Ningún amigo o amiga que venga de vez en cuando, conocido, familiar de los dueños? Son tres dormitorios, ¿no?

—Sí, pero el tercero no lo usamos, bueno, sí lo usamos, pero vamos, no vive nadie, vivir, lo que se dice vivir, vamos.

Cecilio se quedó pensando.

—¿Me puedes acompañar un momento?

Tina lo siguió. Bajaron un tramo de escaleras, Cecilio delante, Tina unos escalones por detrás, sin dejar el móvil ni un momento, sus pies conocían el camino.

—¡Tinaaa! - Oyó Cecilio cuando se pusieron a la vista de la puerta de entrada al bloque. Una voz femenina con ciertos matices de haber sido usada intensivamente el día anterior.

—¿Demelza? - dijo Tina, metiéndose el móvil en el bolsillo y bajando las escaleras de dos en dos.

—¿Te han…? - comenzó a decir Demelza, pero Tina la acalló abalanzándose sobre ella y dándole un abrazo, chillando a la vez.

El agente de la puerta y Cecilio se miraron, el primero con una sonrisa socarrona. Cecilio se rascó el círculo depilado involuntariamente y en continuo aumento de la parte más alta de su cabeza. Quique, que estaba por los alrededores, se asomó al portal y le hizo un gesto inquisitivo con la cabeza, levantándola, seguido por otro señalando con la barbilla a la amalgama de las dos chicas. Cecilio abrió las manos indicándole que no tenía ni idea y le hizo dos gestos simétricos con la cabeza indicándole que se largara.

Vuelta al ruedo

—¿Quién es la muerta? - preguntó Roble por teléfono.

—Ainhoa González Tovar -, dijo Cecilio, alejando el DNI que cogía con los guantes hasta que fue capaz de leerlo.

Roble se frotó los ojos y le dio un manotazo a la pulsera, que le avisaba insistentemente para que se fuera a dormir, para acallarla.

La llamada de Cecilio le había pillado subiendo la cuesta del Barranco del Abogado hacia su casa, desde donde una cama confortable y cálida parecía llamarle. Pero quien le había llamado, en realidad, había sido Cecilio o, en plan más general, el deber y había sustituido su cama por una bebida energética que había comprado por el camino en una tienda de inmigrantes orientales posiblemente ilegales.

Ahora Roble tenía grupos de neuronas adormecidas luchando con otras sobreexcitadas. El resultado de la lucha era una victoria pírrica de las sobreexcitadas que, por la propia excitación, tampoco eran precisamente vehículos eficaces de pensamientos complejos. La muerta no estaba muerta. Pero había una muerta.

—Ni Tina ni Demelza, la muerta, -, dijo Cecilio; Roble hizo una mueca -, vale, que no está muerta, es para entendernos, que dicen que no, que no la conocen.

—Pero… - dijo Roble.

—Sí, qué pollas hacía en la habitación de la muerta, - dijo Cecilio.

—Y… - continuó Roble.

—Y el asesino. O asesina. No han robado nada, o al menos eso parece o parecerá cuando limpien el estropicio. - Roble dio una arcada - Y además había un bolso de más. O un bolso situado en un lugar donde, al parecer, no se encuentran los bolsos, si no no le habría llamado la atención a la jueza, - dijo, con un gesto de perplejidad. - Que es donde hemos encontrado este DNI, o sea que era de la muerta.

Roble miró el DNI y le hizo una mueca a Cecilio.

—La de verdad. A partir de ahora, la muerta de verdad será la muerta de verdad. La otra, sólo la muerta, - dijo Cecilio, haciendo la marca de las comillas en el aire.

—Pero… -, objetó Roble.

—Ni peros ni manzanas. Yo me entiendo, - dijo, haciendo un gesto tajante con la mano, Cecilio.

Roble miró de reojo a Tina que, apoyada en una pared, charlaba animadamente con Demelza, pero se paró en la propia Demelza. Tenía el pelo castaño, liso y recogido en una coleta, pero, aún así, parecía rubia. Quizás por los ojos claros, o quizás porque el tono de la piel era tostado, algo intermedio entre cabina de rayos UVA y moreno de la sierra que, de alguna forma, sugería las dos cosas. Si el tono hubiese sido ligeramente más oscuro podría haber sido sacerdotisa de Kali o estrella de Bollywood. Y con el pelo más rubio podría haber sido Scarlett Johansson de incógnito. En un caso o en otro, Roble sintió que podía ser más adictiva que un juego de pájaros en un móvil.

Demelza no parecía ser consciente en ese momento de la atención de Roble. Miraba con cierto nerviosismo hacia la puerta del pasillo que daba a su habitación, de donde procedían ruidos de frotar de plásticos, de fotos disparadas y de indicaciones monosilábicas de un miembro del equipo de criminalística a la otra.

—Pero no la conocen, - dijo Roble.

—Tina no, por nombre -, dijo Cecilio -, la cara le suena, dice, - esta volvió la cara para mirarlos, al escuchar su nombre - pero Demelza no ha dicho que no, le suena una Ainhoa que le escribió hace tiempo, pero podría ser Aitora.

—Aitora… - dijo Roble, con una mueca.

—Yo que sé, tío, a mi me sacas de las Ramonas y las Maripuris y no me aclaro, - dijo Cecilio, abriendo los brazos. - Que lo va a buscar a ver.

Roble fue una vez más a su móvil a ver qué aparecía en las diferentes redes sociales de una o de otra. Tardaría, pero si había algo, aparecería.

Los dos agentes de criminalística aparecieron en ese momento, quitándose las capuchas, un agente ya veterano y una agente relativamente novata que Roble veía por primera vez. Venían cargados con una bolsa reutilizable del Mercadona en la que ponía PRUEBAS escrito en rotulador.

—Ya avisamos nosotros a los de la furgoneta de los fiambres para que suban-, dijo el agente, que había salido junto con la otra agente en un momento era espacial, con los trajes de papel, que Roble se moría por fotografiar pero que en esta ocasión se quedaría inédito al no haber estado suficientemente rápido como para hacerlo. Sus neuronas le estaban fallando, malditas.

Pasaron al lado de las dos chicas diciéndoles, de una forma un tanto automática, “Mi pésame“. Tina soltó una risita. Demelza la miró, poniendo inmediatamente los ojos en blanco.

Cecilio las miraba a las dos, sin saber muy bien con qué quedarse. Eran jóvenes, desahogadas, agradables, bien alimentadas y vestidas. No les importaba un carajo la muerte. Ahí había alguien, de cuerpo presente, que podían conocer o no, y ahí estaban las dos que sólo les faltaba limarse las uñas para ofrecer la imagen más completa de la despreocupación. En una serie americana o coreana de las que veía habrían sido dos sicópatas; una habría atraído a la chica a su habitación y la otra, avisada, habría asido velozmente el cuchillo del Ikea de la cocina y asestado certera puñalada en el tercer, o cuarto, o quinto, espacio intercostal.

En una realidad española habrían sido simplemente dos niñatas a las que les importaba poco, o nada, lo que no fuera un problema propio o algo que les pudiera proporcionar entretenimiento o diversión inmediata. En lo que no se diferenciaban tanto del propio Cecilio, que en ese momento pensaba en el problema inmediato: lo que tendría que escribir en el informe a la jueza sobre la actitud de las dos inquilinas. No, tacha eso, sospechosas. No, tacha eso, ¿testigos? ¿Extraña? ¿Serena? ¿Sospechosa? Pero ¿sospechosa de qué? ¿De mostrarse indiferentes ante la muerte de una desconocida, o quizás no tanto, con un cierto matiz de molestia por haber sucedido todo eso en su propia habitación? El horror de la página en blanco era una nadería al lado del horror de un informe en blanco, pero afortunadamente, a base de oficio, era algo que Cecilio había dejado atrás. Pero, finalmente, decidió simplemente poner “No hay ningún indicio ni actitud que ligue a nombre completo de las chicas a los hechos”. Si la jueza decidía otra cosa, que se buscar la vida, que para eso se había sacado las oposiciones y ganaba un sueldo bastante superior al que ganaba él.

Al momento salieron de la habitación del crimen la jueza Blanco y el secretario.

—Esto está listo-, dijo el secretario. La tez de la jueza estaba blanca y además era Blanco, pensó Roble, una ocasión propicia para que un hipotético extranjero presente tradujera incorrectamente is cualquier cosa que pretendiera decir, “está usted Blanco“ o “es usted blanca“. Pero recuperó el color rápidamente, dejando al hipotético extranjero con el dilema de decir “estar“ donde debería haber dicho “ser“ o al revés.

—En cuanto que sepáis algo, me llamáis. Cecilio, ¿no? - Cecilio asintió. - Pasadme los teléfonos por si os tengo que llamar. ¿Se os ocurre qué puede haber sido?

—Asesinato, - dijo Cecilio sin pensárselo.

—No podemos aventurar nada, señoría, - “Puri“, le interrumpió . - Puri, - dijo Roble. Cecilio le guiñó un ojo. - No parece robo. Ellas - dijo, señalando a las chicas - no la conocen. Poco más.

—Pero ¿qué hacía aquí? - preguntó Puri.

Roble miró a Demelza, que le devolvió la mirada.

—No…

—Que no lo sabemos, Puri, - le interrumpió Roble. - Ayer hubo una fiesta pollúa por aquí. Se metería en la habitación para echar un quiqui o dormir la mona o en plan Ricitos de Oro probando las camitas…

Puri hizo una mueca y el secretario judicial soltó una carcajada.

—O a robar -, dijo Demelza, mirando a Roble.

—A robar… - repitió Roble. En cuyo caso, la sospechosa era la propia Demelza. O su novio. Aunque su novio no parecía sospechoso de absolutamente nada.

En ese momento, Tina pareció recordar algo y se fue corriendo a su cuarto. Entró en él y cerró la puerta. Salió al cabo de un minuto, sonriendo.

El campo de batalla del cerebro de Roble, mientras tanto, aparecía plagado de neuronas en estado catatónico. Bajó la cabeza y emprendió el viaje hacia su casa, acompañando en su salida a Puri y al secretario.

Iba por la mitad de la cuesta cuando su pulsera vibró y en ella apareció un mensaje informándole de que se había encontrado una conexión entre las dos muertas. La real y la putativa.

Interludios y preludios

Volviendo a su casa en Huétor Vega, en la periferia granadina, Cecilio pilló un segmento corto en el que hablaban, en el informativo local de la radio, de una matanza en Granada, dos mujeres muertas sin razón aparente. Tardó un rato en darse cuenta de que hablaban de su caso, primero, porque el único dato que coincidía con la realidad era que alguien había muerto y segundo, porque no era ese tema el que le preocupaba en ese momento. Pensaba, por este orden, en que se estaba haciendo mayor, en que tenía que entregar el temario de las oposiciones a la editorial prácticamente ya, en que estaba en la cuesta de enero y no sabía cómo iba a pagar el inglés de los niños y en que si no llegaba a casa en unos minutos no le daría tiempo de descansar antes de volver a la academia por la tarde a dar clase.

Nunca le había dado demasiado valor a eso de pensar en un caso. Los casos, casi siempre, se resolvían solos o no se resolvían. Dejaba pistas, lo soltaba a su compañero de celda, lo acababan trincando por otra cosa y confesaba. Este, igual. Jolines, que eran chavales jóvenes, de la generación mejor preparada, aunque no tanto como la de sus hijos que entre las clases de violín, las de alemán y las de go eran capaces de echarse unos chinos con el mismitico Einstein y ganarles. Qué remedio, además. Como estaban las cosas y como volverían a estar, o estaban preparados o acabarían de funcionarios como él y pluriempleados para evitar que los hijos de sus hijos, los nietos, acabaran también como él. El ciclo de la vida.

Llegó a su casa. No había nadie. Las camas de sus hijos sin hacer. Los platos del desayuno en la mesa. Hizo unas, lavó otros, se hizo un bocata que se comió viendo el telediario y se acostó. Un microsegundo más tarde le despertó un mensaje en el móvil avisándole de que el informe preliminar de la autopsia estaba listo. “Me parece muy bien“, pensó. Se vistió, cogió la cartera con las cosas de la academia y se marchó de casa. Ya repasaría los temas por el camino.

Insomnio

El insomnio que te impide dormir la siesta es más inescrutable e infinitamente más inexorable que el que hace que no duermas de noche. Se puede perder el sueño de noche por muchas razones. Pero hacen falta sustancias potentes y preocupaciones acuciantes para perder el sueño post-almuerzo. Por eso, pensaba Roble, alguien debía de haber ideado una palabra especial para ello. ¿Insiesto? ¿Minusiesto?

Poco antes de llegar a su casa la pulsera le había avisado de que había encontrado la conexión entre la chica muerta y la chica que había parecido estar muerta. Ainhoa había felicitado, repetidamente, a Demelza cuando había anunciado la publicación de una nueva novela y en varias ocasiones había pulsado un me gusta sobre alguna otra publicación, principalmente literaria. No parecían estar conectadas directamente, sino que las interacciones se reducían a las fan page de los libros de Demelza. De hecho, sólo en esas: También Ainhoa publicaba, con bastante más regularidad que Demelza y, al parecer, de forma casi exclusiva, usando los personajes y situaciones de los libros de la misma. Fan fiction, pues. Así se empieza y así empezamos todos, pensó Roble. Él había empezado escribiendo novelas de Erlendur, el detective de la serie situada en Reykjavik de Arnaldur Indridason. Erlendur, mucho más joven que en las novelas originales, viajaba a Benidorm a ayudar a la guardia civil a resolver el asesinato, en extrañas circunstancias, de un turista islandés y su gato. Estaba llena de clichés hasta en la descripción que incluía el cliché extrañas circunstancias, como si hubiera asesinatos cotidianos y habituales. Sólo Erlendur había sido capaz de entender que, en realidad, la asesina, una regentadora de un quiosco de churros, a quien había deseado matar era al gato, siendo el turista, a quien había llamado Thor por su desconocimiento de nombres y apellidos de esas latitudes, un simple daño colateral del envenenamiento de una rosca de churros con matarratas.

Roble se había quedado muy contento con el resultado, pero en el foro de fan-fiction permaneció durante muchos años como único ejemplo de fan-fiction-crimen-Islandia y sólo superó la docena de lecturas al cabo de unos cuantos años. De ello, Roble concluyó que la fan-fiction tenía más escritores que lectores (si es que, de hecho, tenía una cantidad de lectores no nula) y que, si quería dedicarse a escribir trataría de hacerlo sobre cosas que la gente, efectivamente, quisiera leer.

Pero era joven y todo parecía bonito y nuevo y brillante y eso debía de haber empujado a Ainhoa a comenzar con la fan-fiction de un tema que, bien pensado, se prestaba a ello.

Su aplicación YouWriteNow! le advirtió que ya iba siendo hora de que revisara lo escrito de su novela-en-curso unos días antes. Pero, sintiéndose travieso por un día, no lo hizo. Buscó lo que Ainhoa había escrito y se puso a leer algunos fragmentos. Empezaba a hablar de mecapenes ya en el segundo párrafo. Y, al parecer, no dejaba de hacerlo. Ni de cometer errores gramaticales. Y faltas de ortografía.

Realmente, era para matarla.

En otro mundo

Clases. Más clases. El alumno que, al final de la clase, se queda preguntar por las claves, las verdaderas claves, para sacar adelante las oposiciones. ¿Alguien que conocer? ¿Alguien que sobornar? Cecilio no se cansaba de decirles que las oposiciones, como el trabajo policial, eran simplemente cuestión de constancia y de esfuerzo. A veces, los jovenzuelos y a veces no tanto que componían el alumnado, lo miraban y se sonreían como diciendo “Sí, como si nos lo fueras a contar en caso de saberlo”, o quizás “Infeliz, los años que tiene y todavía no sabe cómo funciona el mundo”.

Cecilio, en realidad, pensaba que tenían razón. Si lo supiera, no se lo iba a contar. Pero él entró en la policía de esa forma, muchos años de academia y de gimnasio, muchas horas de juventud perdidas. Si había otra forma, él no la conocía. Pero no creía que la hubiera. Por eso tenían razón en lo segundo que pensaban. Con los años que tenía y todavía no sabía cómo funcionaba el mundo.

Y, a estas alturas, tampoco tenía ganas de ponerse a averiguarlo.

Citas

Realmente, Roble se sorprendió cuando recibió un mensaje de Tina indicándole dónde estaba y si se le quería unir.

“Estoy liado“ Le contestó. Nunca era una mala táctica hacerse el difícil, pero era cierto que le acababan de llegar los informes de la autopsia hacía una hora, a las nueve de la noche. La causa de la muerte era evidente, pero Roble aprendió que el deceso se había producido entre las dos y las tres de la mañana.

Así que se había dedicado a procesar y etiquetar todas las fotos de la fiesta publicadas en las diferentes redes sociales. No él, claro. Usaba una serie de servicios en la nube, algunos no exactamente legales, que hacían eso por ti. Recortar caras, buscar referencias, nombre de la cara y una línea temporal de lo publicado y de lo que se podía averiguar sin haber publicado.

Habían pasado treinta personas por la fiesta antes de las tres, veintitrés después. Varios sin identificar, porque aparecían en todas las fotos de espaldas o, simplemente, porque no tenían ninguna foto publicada y asociada a un perfil que permitiera hacerlo.

Como en el chiste en que la persona busca las llaves debajo de la farola porque hay más luz, estaba tratando de concentrarse en las personas que sí lo estaban y que además conocían a la chica muerta. A la de verdad, se recordó a sí mismo. Un chico y una chica. El chico era joven, un estudiante Erasmus de Eslovenia, Jože Türk. Una incógnita. Tendría que ir a visitarlo. La chica, Lola Gil Mas, no era estudiante ni se dedicaba, aparentemente, a nada, aparecía con la camiseta con el logotipo de una discoteca en un selfie, de azafata de congresos. También tendría que verla.

Les había mandado sendos mensajes, preguntándoles cuando podía verlos. Todavía no había recibido respuesta. Pero había continuado trazando la red social de la chica que, eventualmente, había resultado muerta, a quién conocía, qué tipo de relación tenía con ellos. Y mirando fotos de la escena del crimen. De las que tomó el equipo de criminalística y que aparecían en el informe también pasó unas cuantas a sus contactos, lo que le reportó unos bitcoins más para su cuenta particular.

Todo eso tampoco le había demorado demasiado tiempo. El “lío“ en el que estaba y que le había transmitido a Tina, lo que estaba haciendo, realmente, era escribir. Quería acabar otra novela para publicarla antes de final de mes. Si no mantenías un ritmo de publicación continuo los lectores te acababan abandonando. Y él no quería que eso sucediera. Pero Tina le volvió a mandar un mensaje.

“Y yo sola en el Jaraiz“, le envió Tina en un mensaje. Era un bar del Realejo, no demasiado lejos de la comisaría; Roble lo conocía bien. “Tú verás.“

El colocar la decisión en sus manos indicaba una ventana temporal que tendría que aprovechar, así que decidió prepararse para salir. En ese momento, la víctima de la novela que estaba escribiendo contaba cómo veía, a través de la ventana abierta de la casa de su vecino, un expositor con una colección de sierras mecánicas. No todas ellas limpias. Limpias de polvo, se entendía. Pero quizás era muy obvio que ahora el vecino llegara y viera al otro vecino viéndolo…

Necesitaba otro enfoque. Y si Tina no se lo daba, él sí iba a darle a ella algo si se lo permitía. Le mandó un mensaje de vuelta.

“Estoy ahí en quince minutos.“

Mientras tanto, en un lugar de la periferia granadina

Cecilio llegó a su casa e hizo inventario de los miembros de su familia, visitando las habitaciones donde se encontraban uno por uno. En el salón, su mujer leía un bestseller. Su hijo mayor, en su cuarto, escuchaba música y hablaba por el móvil. En el cuarto de al lado, Su hijo pequeño jugaba con la consola portátil. Cómo ha ido el día, bien, bien, sonrisas con arrugas, besos secos, cariños unilaterales.

Se fue a la cocina, se hizo un bocadillo de jamón y se lo tomó con una Alhambra. Cuando terminó, tiró la cerveza que le sobraba por el fregadero, puso el cubierto en el lavavajillas y se fue a su cuarto. Se puso la serie policíaca que estuvieran echando en ese momento, una serie coreana titulada “Mala gente“. Se durmió antes de que apareciera en el episodio el informe del forense.

Nuboso, con posibilidad de polvo

Roble se puso los auriculares para que el móvil le leyera al completo el informe inicial del forense a la vez que bajaba la cuesta en la cima de la cual se encontraba su casa para encontrarse con Tina. La muerte se había producido, efectivamente, por una sola puñalada asestada desde la espalda y que había interesado corazón y pulmones, produciendo la muerte en segundos. No había signos de violación, ni rastros de maltrato habitual excepto una fractura soldada tiempo atrás, que podía ser un accidente deportivo o de cualquier otro tipo. No había restos de piel bajo las uñas, saliva en ningún sitio. El asesino, o quizás la asesina, había llegado, la había apuñalado por la espalda sin que ella tuviera tiempo de reaccionar y se había largado. O se había quedado a verla desangrarse, lentamente, contemplando cómo el charco de sangre se expandía hasta que el corazón dejaba de latir y el charco cesaba su expansión con cada latido, simplemente fluía mansamente fuera del cuerpo.

Nada de eso estaba en la autopsia, claro. Pero era una imagen que le gustaba insertar, con diferentes variaciones, en las fantasías de las víctimas que eran los protagonistas de sus novelas, que terminaban la narración así, viéndose a sí mismos desde fuera del cuerpo, camino de la nada. De hecho, ya estaban en la nada, pero esa metáfora añadía un cierre a sus narraciones y no era cuestión de dejar que sus creencias materialistas le estropearan un buen final de novela.

No había cortes en los brazos ni pinchazos en ninguna otra parte del cuerpo. Una sola cuchillada la que había causado la muerte. Lo que decía mucho de la calidad de los cuchillos del Ikea, aunque no era posible que lo incluyeran en su publicidad. ¿Qué nos decía todo esto del asesino?

Roble tenía un app que perfilaba a los posibles sospechosos a partir de los datos conocidos del crimen. También había hecho algún curso online sobre análisis de escena del crimen. Buscó brevemente en sus recuerdos algún perfil que incluyera “personas que son capaces de matar con un solo golpe”. Sus recuerdos le sirvieron de poco e inició una búsqueda en su lifestream que le daría el resultado en poco tiempo. Pero aquí se podía aplicar el sentido común. Que podía ser un ejercicio vano, porque el libro sobre el sentido común de los asesinos todavía no estaba escrito. Pero, ante la falta de experiencia de Roble en la investigación de asesinatos, era lo único a lo que podía recurrir. Así que decidió que el Erasmus esloveno era quien encajaba más con ese perfil de asesino-de-una-sola-puñalada; el colectivo de las animadoras de discoteca y azafatas de congresos no se suele caracterizar por sus instintos asesinos. Y los eslovenos… bueno, son eslovenos. Tendría que entrevistarlo. Mañana, claro.

Llegaba ya al Jaraiz, atravesando calles vacías con ventanas cerradas, callejones que olían a humedad y a meados con carteles que, desde sus paredes, recibían pulsos de su móvil y excitaban a sus chips NFC, que le enviaban mensajes publicitarios que él veía aparecer, brevemente, en su pulsera. “Compra“. “Alquila“. “Comparte“. Entró en el Jaraiz, donde grupos animados de personas lenguaraces sostenían cañas y frágiles copas de vino en sus manos. Tina no estaba allí; giró a la izquierda desde la barra y entró a la habitación interior, donde había unas cuantas mesas. Casi todas estaban vacías y en la que estaba ocupada un grupo de personas de mediana edad se concentraban en sus móviles, en silencio sólo interrumpido por trinos de aviso que parecían o pájaros o los dinosaurios cantarines de Parque Jurásico.

Dio la vuelta para salir y se encontró con Tina, sonriendo.

—¡Hola!

Roble abrió la boca, pero no dijo nada. Se le acercó y le dio un beso en una mejilla.

—Estaba en el cuarto de baño - le dijo Tina, señalando una mesa vacía en la que había un vaso relleno de algo rosado, casi vacío. Alrededor de la copa, escombros de mesa de bar: migas de pan, gotas de grasa, bolitas de servilletas, palillos de dientes partidos. La escena del crimen tras el asesinato de una tapa.

Roble se sentó, dejando su parka de camuflaje de Bathing Ape en el perchero de la pared. Se quedó mirándola un momento, para prevenir posibles deslizamientos. Tina también. Ese era el otro objetivo del gesto.

—Así que policía, ¿no? Eso mola. ¿Eso mola?

Exacto, pensó Roble. Y precisamente por ese orden.

Interludio en el tálamo de Cecilio

Cecilio se despertó cuando su mujer entró en la cama. Se dio la vuelta y siguió durmiendo.

Volvió a despertarse cuando pasó el camión de la basura. Estuvo despierto durante unos diez minutos recordando el material que tenía que preparar para las clases del día siguiente en la academia.

Luego estuvo despierto otros diez minutos esperando que su mujer dejara de roncar. Al final consiguió que cambiara de postura y dejara de hacerlo. Cecilio estuvo un momento tratando de recordar un artículo del código Penal, pero se volvió a dormir sin conseguirlo.

Camino de la cama

Roble creía en escuchar.

Quizás no, pensó Roble. Creía en oír. Antes que en escuchar, en oír.

Quizás tampoco. Creía en la presencia física mientras otra persona hablaba con un cierto grado de atención prestado para insertar frases, gestos y palabras clave que encaminaran a la persona escuchada a donde él quería que fuera. Su cama. O la de ella.

Por el camino, su mente iba pescando alguna idea. Ella estudiaba algo relacionado con la química. Y con los cerdos. Porque dijo en algún momento algo de dormir a los cerdos, pero Roble no estaba seguro de que no lo hubiera hecho en sentido figurado. O como un deseo. O trabajaba en algo relacionado con la química, aunque cuando apuntó esto último en una frase pareció arrepentirse de decirlo rápidamente. O quería escribir algo relacionado con ello. Echó de menos no tener en ese momento las gafas de Google; tendría que mirar más adelante sus perfiles en LinkedIn a ver qué hacía exactamente.

Aparte de que escuchar le acercaba a alcanzar el fin último por el que formaba parte de esta conversación, también le relajaba. Por eso creía en hacerlo, porque no tenía que concentrarse en contestar algo ingenioso y, a la vez, halagador. Ni esforzarse en elaborar historias de seducción. Había mujeres que se dejaban seducir por la palabra, por los gestos. Pero en muchas, la primera y por tanto única impresión era la que contaba. La conversación era, por tanto, sólo un juego en el que los dos sabían qué iba a ocurrir y los dos sabían que los dos sabían qué iba a ocurrir. Importaba poco que fuera uni o multilateral.

—Muy hardcore tu chaleco también, por cierto. ¿Es de…? - preguntó Tina.

—A medida. De Liverpool -, contestó Roble.

—Y cuesta…

—Cuesta. Sí - sonrió.

Medio bitcoin, sí, en aquel momento. Le había costado casi todo lo que había obtenido con las fotos de un asesinato-suicidio particularmente escatológico. Y eso que las había tomado desde el umbral de la puerta, sin asomarse más que para ver, en general, dónde se situaban los cadáveres. Luego había tenido que verlas en pantalla para seleccionar las más enfocadas, claro, pero no sentía las mismas náuseas si no lo veía, y olía, en directo.

Tina tampoco se vestía de baratillo. La e-pulsera que llevaba, el perfume, los zapatos, todo era caro. Sobre todo los zapatos. No algo fuera de lo habitual para una estudiante, y más para una estudiante de farmacia. Pero sí lo suficiente para llamar la atención de un policía.

—Y tu ropa… - introdujo Roble en la conversación. Tina contó qué le había hecho decidirse, dónde la había comprado, cuándo… lo único que no dijo es de dónde sacaba el dinero. Ninguna referencia a fuente de ingresos, a llamada desesperada a los padres para aumentar el límite del crédito de la tarjeta, a las ganancias de un fin de semana en la barra de un bar o bailando en una discoteca.

Tendría que averiguarlo. Fue al servicio y desde allí solicitó a la juez Blanco la intervención de las cuentas electrónicas, llamadas del móvil y cuentas corrientes. Nada intrusivo y nada de lo que ella pudiera darse cuenta. Si en los alrededores de un asesinato había mucho dinero, algo siempre acababa oliendo a sangre.

Cuando volvió a donde estaba Tina, le recibieron las caras sonrientes de Demelza y la propia Tina. Al lado de Demelza, Kevin levantó brevemente la cabeza de su móvil, sin llegar a saludar y sin llegar realmente a despegar los ojos de él.

—¡Hola! - dijo Demelza.

Interrogatorios a varias bandas

—¿Quién la ha matado, entonces? - preguntó Demelza, mirándolo a los ojos.

No le había sido fácil introducirse en la conversación. Tina hacía huir al silencio como los escritores independientes a la fama. Cuando encontraba uno, empezaba a llenarlo con palabras hasta que, derrotado, desaparecía y no asomaba su cabeza calva por los alrededores en unos días. Pero eventualmente, Tina tuvo que ausentarse a por una copa, otra copa, o algo que, en general, tenía que ver con el trasiego de líquidos por su cuerpo. El silencio retornó entonces haciendo sentirse a todo el mundo incómodo, así que Demelza, con esa frase, lo había pateado de forma contundente para que se batiera de nuevo en retirada.

—No habrás sido tú, Roble -, dijo Tina, que volvió precisamente en ese momento. Tocándose la nariz con el dorso del dedo. La gente se toca la nariz por todo tipo de razones válidas, pensó Roble. Incluso cuando salen del cuarto de baño. También hay todo tipo de razones válidas para preguntarle a los de Narcóticos qué sabían de la tal Tina. Que probablemente no sabrían nada. Pero sabrían quién podría saber. O quizás no. Al final, tendría que gastar sus duramente ganados bitcoins, es decir, duramente ganados como en que se los ha ganado el mismo Roble fuera de nómina en asuntos que están, o a veces no, relacionados con la misma, en preguntarle a alguien en tupregunta.onion, una web que tenía el lema La información quiere ser cara.

Pero sólo lo haría si podía ayudar a encontrar al asesino. O Tina le tocaba mucho las narices. Que, ahora mismo, no parecía ser el caso; le lanzaba puyas, probando, jugando un juego que, antes de que apareciera Demelza, parecía que tenía un fin y un final claro. Ahora, todas las opciones estaban abiertas. Pero la partida había empezado y las cartas estaban encima de la mesa. Había que jugarlas, porque el que se sale de la partida es un rajado y además si lo haces la metáfora se jode por las costuras.

—La verdad es que… -, dijo Roble. E hizo una pausa, esperando que Tina lo interrumpiera. No lo hizo, a su pesar. Ella y Demelza lo miraban con curiosidad, Tina parpadeando frenéticamente, en lo que podía ser un mensaje o un simple tic nervioso. No le acabó de gustar a Roble esa expectación, ni ese aparentemente consciente esfuerzo de Tina en no hacer lo que en ella resultaba natural, llenar huecos. Habría quedado bastante estúpido si no hubiera terminado la frase, así que siguió continuó con -… Tenemos un perfil. Pistas. No mucho.

—Durante la fiesta. Tuvo que ser durante la fiesta -, dijo Tina. - ¿Es que no viste a nadie raro, Roble? Con tu olfato de policía, porque los policías tenéis olfato, no, aunque, la verdad, al rato de fiesta yo estaba como, ¿quién huele así? Por favor, qué diablos, quién los traería, y, por cierto, ¿quién te trajo a ti?

—¿Yo? - preguntó Roble - Yo no…

—¿No? Entonces ¿no eres amigo de esta? - dijo Tina, señalando a Demelza. En ese momento, sin razón aparente, el Kevin emitió una risita. Demelza puso los ojos en blanco, pero no dijo nada. - Entonces, esta mañana…

Paró un instante y se quedó mirando con los ojos abiertos a Demelza. Que le contestó con una mirada de envergadura ocular similar, pero de intención totalmente diferente. Se produjo entonces un intercambio de gestos y miradas que Roble no tuvo excesivo problema en entender. Y que la persona que tenía por improbable nombre Kevin nunca entendería.

El intercambio terminó con Demelza volviendo a la carga.

—Quien fuera, ¿a quién quería matar? ¿A mi?

Roble lo consideró. Era posible, claro. Chica, parecida, quizás de espaldas, en la habitación, una persona que no la conoce personalmente, que evidentemente quiere terminar el trabajo, o que no pide en carné de identidad, como es natural, llega, un golpe certero y todo termina así, de repente, sales por donde has venido, nadie te ve, nadie te conoce… Pero también era posible que quisieran matar precisamente a esa persona. O a otra totalmente diferente. O a una persona aleatoria.

—No es descartable -, contestó Roble.

—Qué mono, no es descartable, oye, y qué descartáis entonces, ¿así lo decís, descartar? - dijo Tina.

—¿Qué habéis descartado entonces? - preguntó Demelza.

Kevin la miró. Roble no contestó, posó el codo en la mesa y la barbilla sobre su mano. Escuchando.

—Nosotros tampoco te hemos descartado a ti, guapito - dijo Tina - ¡Somos todos un grupito de presuntos asesinos! ¿Nos hacemos un grupo de WhatsApp con ese nombre, “Los presuntos de la muerte“?

Roble era bueno escuchando, no sólo por el hecho físico de hacerlo, que eso lo hace cualquiera, sino porque transmitía desde su postura, su mirada, sus sonidos guturales de continuación del discurso, “Te estoy escuchando”. En el gremio de escuchadores se habría llevado el premio de Escuchador Más Valioso. Si no de eso, el que más polvos había conseguido escuchando. Que tampoco era mal mérito. Por lo pronto, estaba claro que entre todos los presuntos de la muerte, había dos personas nerviosas.

—Para descartar presuntos, o para descartarnos, o para buscar a más presuntos, Kevin tiene unos amigos -, dijo Demelza, y a Tina le dio la risita - que nos pueden ayudar.

Roble miró a Demelza y luego a Kevin, que seguía con la cabeza gacha concentrado intensamente en lo que fuera, robar un banco central, derribar cerdos con pájaros, programar un virus que destruyera las reservas mundiales de elixir contra la alopecia.

—Lo bueno de estos tíos -, dijo Demelza, “Son buenos”, intervino Kevin, con brevedad y hablando muy rápido, como esas voces que de repente se cruzan en la radio y que dicen “estroncio, rubidio y cesio” en medio de una retransmisión deportiva, dejándole la impresión de que, aunque no parece que haya nadie más ahí, entre el que habla y tu receptor, sí lo hay y puede aparecer en el momento más inesperado -, es que son capaces de buscarte la información que quieras. Cobran caros. En una cosa que se llama bitcoins, ¿lo conocéis? - Todos pusieron cara de póker, y Kevin dijo de nuevo, “bitcoins” -, pero son colegas y lo hacen así, pro bono, aunque les tengo que hacer publicidad, así que si conoces a alguien…

—¡Yo misma! -, dijo Tina. -A veces es como, caray, conoces a un tío, y dices joder, es un tío guay, y lo miras en Facebook, y es como, esto no puede ser verdad, ¿y si es caníbal o le huelen los pies o…? ¿Eso lo hacen tus colegas friquis, Kevin? ¿Lo harían por mi?

—A alguien que quiera pagar, quería decir… - aclaró Demelza.

Tina sólo se rió, pero inmediatamente comenzó a hablarle a Roble de algo llamado nanomateriales, lo que no tardó en provocar bostezos a Demelza que se propagaron inmediatamente a Kevin, en una frecuencia creciente, como el parto inminente de una marcha. Se levantaron para irse unos minutos
más tarde, y en el momento que Demelza le dio dos besos a Roble le dijo, cuando sus labios estaban todavía cerca de su oreja:

—Nos veremos pronto.

Sexo

Y bastante explícito. Tina le fue dando un sneak preview, incluyendo un preview explícito en el taxi, para pasar luego a un largometraje en un sólo plano secuencia con escenas que habrían requerido dobles en algunos casos especialmente acrobáticos. Pero a veces los deseos se convierten en realidad, y Roble había cerrado los ojos aparentemente durante unos segundos cuando se despertó tras notar el frío al levantarse el nórdico y un cierto hundimiento de la cama en el lado opuesto en el que se había acurrucado Tina.

Abrió los ojos y se encontró a Demelza, con la piel azulada por la luz que se filtraba desde el exterior, la luz de una Granada que dormía o hacía lo que solía hacer a esas horas de la madrugada.

Cuando ya su mente empezaba a explorar configuraciones que, a su edad, todavía no había tenido oportunidad de experimentar, Tina se levantó de la cama. Se llevó el índice a los labios, indicándole silencio. Su mirada bajó de esos labios y pasó por el cuello, por los pechos, el vientre, el monte de Venus, muslos, rodillas, tobillos… En llegando a los tobillos recordó que, en los momentos en que su boca quedaba libre, Tina le contó su pequeño negocio vendiendo drogas recreativas que cocinaba en el laboratorio en el que hacía prácticas en la Facultad, que serían legales dentro de poco, seguramente, sí, no cabía duda de ello y que, le aseguraba, no tenían nada, absolutamente nada, que ver, con ninguna muerta aparecida en ningún lugar en sus cercanías, que la gente que le compraba eran todas de muy buena familia y que, aunque sí, bastantes habían estado en la fiesta e incluso consumido in situ, el dinero y el material seguían en su cuarto por lo que era improbable que el asesinato tuviera nada que ver con ello y que, de verdad, la gente de Narcóticos no tenía que enterarse de nada, de veras, ¿no?, además, si iba a ser legal cualquier día de estos. Bien pensado, quizás había usado menos la boca de lo que Roble habría deseado. Y es que Tina era así, imperfecta aunque perfectamente solvente en todo lo que hacía.

Y en ese momento ya tenía a Demelza encima, por lo que su cerebro delegó en el cuerpo la mayor parte de sus funciones. Roble sólo dijo:

—Bien.

Demelza a horcajadas sobre su pecho, alzó los brazos. En una mano tenía una máscara brillante, cromada, con aristas y agujeros para la boca y los ojos. Le pidió que se la pusiera. Cuando se la hubo puesto, se inclinó y sacó de su bolso, en la mesita de noche, un sobre cuadrado, plateado, con un preservativo. Roble lo abrió y sacó de él un objeto brillante, cromado, que al desenrollarse y ponerse en el miembro se convirtió en una escultura fálica metálica. Y con LEDs.

—Piezoeléctricos - dijo ella.

Despertar

Cecilio se despertó con unas ingentes ganas de orinar. O eso o un perro especialmente escandaloso habían provocado tal despertar.

Mientras orinaba, pasó un rato repasando las tareas que tendría que hacer al día siguiente. Había quedado con dos personas a las que les estaba ayudando a preparar las oposiciones para inspector para contestarles dudas. Y tenía que repasar los apuntes para las oposiciones a la escala básica. Y varias cosas más que no recordaba en este momento en que las últimas gotas brotaban de su vejiga, pero que recordaría mañana cuando se pusiera a ello. O no.

El sexo y la razón

Roble, en sus limitadas temporalmente pero abundantes relaciones con mujeres había aprendido que siempre había una razón para el sexo. A veces, varias, pero, generalmente, sólo una. Averiguarlo era un trabajo deductivo, que no seductivo: buscar esa razón.

Pero generalmente hacía ese trabajo deductivo antes del sexo, con el objetivo de conseguirlo; si daba con esa razón sólo había que aprehenderla, no soltarla, y usarla para conseguirlo. Hacerlo después era más complicado. Por el camino también se ocupó de pensar en la razón por la que había entrado en su casa y posteriormente en su cama sin mayor problema. No habría sido difícil encontrar a Tina, su móvil iba diciendo a los cuatro vientos desde su dirección única IPv6 por dónde iba y en dónde se quedaba parada. Y a partir de ahí… bueno, no era tan fácil. No debía de serlo. Si la gente podía ir por la vida colándose en la casa de un subinspector de policía, incluso una casa tan evidente como la suya, una nave espacial en medio del Barranco del Abogado, los cacos tendría la vida muy fácil.

Y los asesinos. Porque ese cuerpo hecho para el pecado mortal también podía haber cometido otro. Tenía oportunidad, se había colado en su habitación. O la había llevado hasta allí. Tenía los medios. Unos excelentes cuchillos del Ikea. Y la ayuda posible de alguno de los productos artesanales hechos por su amiga Tina. Y, finalmente, ¿tenía motivo?

¿Y tenía algún motivo para acostarse con él?

—¿Por qué? - preguntó Roble. Demelza dormitaba a su lado. Tras el ejercicio realizado, su piel había adquirido un tono sonrosado que, mezclado con la luz azulada que provenía del exterior, la convertía en algo decididamente mórbido. O una pitufa disidente. Lo que también, decidió Roble, era sumamente morboso.

—¿Motivos? ¿Necesitas un motivo? - Se levantó de la cama y empezó a vestirse.

—No lo necesito.

—Entonces, no lo pidas. Lo que sí tienes que pedir es una actualización a las aplicaciones que controlan tu sistema domótico. Las claves de la puerta principal están publicadas al menos en tres sitios, uno de ellos gratis.

Afú, pensó Roble, en lo que era su primer uso consciente de esa interjección granadina. Afú y doble afú con los amigos del novio de Demelza y la Demelza propiamente dicha. Fue inmediatamente a su móvil en la mesita de noche y empezó a actualizar todo lo que pudiera.

—Nos veremos pronto. - oyó que decía según salía.

El camino hacia la policía

Cecilio se aburría con la perorata de uno de sus tutorizados. Ley blablabla código blablabla caso blablabla. Se puso a pensar en los casos que tenía abiertos en ese momento. Una agresión por dos encapuchados, uno de ellos posiblemente una mujer, a un conductor de la Rober. Un robo en un bufete de abogados. El asesinato de una chica. ¿Cómo se llamaba? Demelza. No, esa era la chica no-muerta. No zombie, simplemente que no era ella la que había muerto. ¿O Demelza era la que había muerto y la otra la que no? No, Ainhoa era la muerta. Eso era.

Muerta de un tajo, por cuchillo. Una carnicería. ¿Sería carnicero el asesino? ¿Matarife? Matarife lo era de por sí, pero ¿matarife de profesión? Tendría que recordar cuando entrara otra vez en el turno pedir una lista de los matarifes de Granada. Y provincia. ¿Y Almería? No, Jaén estaba mejor comunicado. ¿Córdoba? ¿Málaga? Malagueño iba a ser, seguro. Sevillano. Si la chica era granadina, la enemistad secular con los sevillanos era motivo suficiente para el asesinato. O al revés. ¿Era sevillana la chica? ¿Granadina? Hoy tenía que comprar carne, se lo había pedido su mujer. ¿Había dicho cabezada o lomo? Cabezada, tenía que ser cabezada. No, lomo. ¿O lomo y cabezada?

Código bla bla bla artículo bla bla bla caso bla bla bla sentencia bla bla bla.

El vecino

Una de las facetas del salón acristalado de la casa de Roble estaba orientada al este. Desde esa cara veía, los días que estaba presente y despierto, no muchos más por la primera razón que por la segunda, el sol salir sobre Sierra Nevada y otros paisajes que merecían, casi siempre, unas docenas de “Me gusta“ en su Instagram personal, el de los selfies e imágenes urban. En esta ocasión, el sol se introdujo en un interludio entre las nubes y lo despertó antes de las diez de la mañana.

Tenía una palabra en la mente cuando se despertó: Shiseido. Una marca de cosméticos que había usado con cierta frecuencia, pero que había dejado de comprar últimamente. Tactics, se había llamado el producto que usaba, o Strategics, algo así. ¿Por qué la dejó de usar? No lo recordaba. ¿A qué olía? Tampoco lo recordaba. A colonia. A japonés. A.

Se puso a buscar su línea temporal a ver qué encontraba en ella sobre Shiseido. Ego-mining, la solución cuando la memoria falla y la memoria tiene que fallar tarde o temprano. Hacía unos años, sí. Zen for men. Pero ¿por qué había saltado esa alerta, temprana por la hora, en forma de una palabra y en este momento?

Se tomó un zumo de granadas mientras se hacía un café en su Krupp, añadiéndole un cristal de azúcar morena y un poco de leche de almendras. Le gustaba cómo las notas amargas de uno jugaban con las de las otras. Y además, era original. Dejó que las noticias y alertas diversas atacaran su pulsera, dedicándoles sólo un poco de atención mientras miraba por el ventanal de su casa, viendo la saturación de color de la ciudad, a sus pies, aumentar poco a poco, hasta que no parecía una foto Lomo sino algo real y, por tanto, con necesidad de algún filtro. La realidad, por sí sola, era poco fotogénica. No juntaría más de un par de me gustas en cualquier sitio.

Entre las diversas alertas, una trató de llamar su atención con denuedo; su pulsera le estaba avisando de que llevaba, en las últimas 24 horas, acumuladas más calorías que la media de su grupo de NoFlab, la app móvil que garantizaba “mantenimiento de peso o incremento de vergüenza“. Empezó a vibrar insistentemente mostrando en la pantalla los kilómetros que tendría que correr hoy si no quería caer todavía más abajo. No paró de hacerlo hasta que no detectó que se había puesto las zapatillas de correr. Pero sólo por un momento. Si no comenzaba, efectivamente, a moverse, vibraría y vibraría y como medida extraordinaria pondría en su muro un mensaje en el que se llamaría perezoso a sí mismo y pondría, con precisión de un gramo, cuánto por encima de la media estaba. Pero eso nunca pasaría. Pasó una vez y estuvo a punto de convertirse en trending topic entre sus conexiones. Así que no volvería a pasar. No hoy.

Se puso las gafas de Google para ir a correr. A veces aparecía alguna imagen interesante y sólo tenía que guiñar el ojo para capturarla. Un año atrás la gente de su barrio lo había mirado con extrañeza. Parecía una prótesis retrofuturista. Pero poco a poco dejaron de prestarle atención. Tomó, como era habitual, la cuesta del Barranco del Abogado hacia arriba, pasó el cementerio, siguió hasta el Llano de la Perdiz y allí se paró, mirando hacia el Sacromonte, buscando el rayo de luz, la nube, el momento que pudiera capturar y subir a Instagram. En este Instagram, en el personal, sólo capturaba me gustas. Era con el otro con el que conseguía dinero. Las dos cosas le resultaban satisfactorias. Al menos, los me gustas no se devaluaban como los bitcoins que recolectaba con el otro.

La carrera cuesta arriba aplacó al app lo suficiente como para que pudiera bajar andando hacia su casa, más relajado, parando un par de veces para revisar lo capturado y subir alguna foto. Seleccionó unas cuantas, una de ellas con gatos y las subió. Cuando llegó a su casa ya tenía treinta me gusta. En la de los gatos, claro. La Internet era en realidad un elaborado dispositivo creado por un dios gato para que toda la humanidad lo adore sin descanso y sin fronteras.

Roble estaba fuera de turno, pero tras desayunar tostadas con flor de sal del Himalaya y aceite de oliva virgen extra extraído en frío de olivos armenios se pasó por la comisaría para ver si había llegado algún informe nuevo. Había cierto tipo de gente que se negaba a dejar nada en un servidor web o enviarla por correo electrónico, así que algunas veces no quedaba más remedio que situarse físicamente en el mismo lugar en el que estuvieran dichos informes. Y luego, estaba la ley de protección de datos, que, en general, hacía más difícil acceder a información en la comisaría que comprarla o buscarla en la web profunda. Lo que te permitía avanzar rápidamente, pero a veces no había más remedio que usar la que hubiera llegado por canales oficiales, porque era la única que tenía valor probatorio. Y, al final, saber quién era el malo estaba bien, pero lo que realmente le ponía cachondo a Roble era que el mismo perpetrador, y todo el mundo, supieran que había sido el propio Roble el que había conseguido las pruebas, tirado del hilo y andado el camino que lleva a la condena. Y para andar ese camino no había más remedio que hacerlo con los zapatones de policía al que exigían leer, personalmente en persona, los informes en al misma comisaría.

Era el tipo de labor que podría haber delegado el Cecilio o en alguno de los otros compañeros del turno. Pero quien empaquetaba a los malos solía ser Roble. Cecilio… Cecilio estaba ahí, cumplía su trabajo, también andaba el camino, o al menos movía las piernas, pero nunca llegaba al final a base de ideas, asociaciones, saltos lógicos. De hecho, a veces ni siquiera estaba ahí. Cuando no era su turno, o cuando era su turno y tenía su mente en alguna clase o en algún otro manual para preparar oposiciones. Que era probablemente lo que estaba haciendo ahora.

Había una cosa que le preocupaba. En la web profunda, las apuestas en whodunnit.onion pagaban 3 a 1 el que eventualmente fuera Demelza la asesina. Tina iba 25 a 1, y otros asistentes a la baja. Jože el esloveno estaba escalando desde el 30 a uno, y ya se pagaba 29 a 2. Lola no aparecía. Tampoco aparecían ni él ni Cecilio, lo que era todo un alivio.

Que la gente apostara por que Demelza era la asesina tampoco tenía que significar nada. Pero esas apuestas eran como un crowdsourcing de la investigación criminal. La gente se jugaba su propio dinero, y por no perder ese dinero estaba dispuesta a dedicar bastante esfuerzo con el objetivo de no perderlo. Y ese dinero, ahora mismo, apostaba por la escritora de mecaporno.

Que, por cierto, había recibido una buena cantidad de mensajes y de llamadas de la chica muerta. ¿Cómo se llamaba? Chica Muerta. Misterio que Resolver. Qué más daba. Importaba el hecho. Envió un doodle a Demelza pidiéndole horas posibles para encontrarse de forma oficial. Tina… Tina no merecía la pena. Había merecido, pero no volvía a merecerla. Bloqueó sus contactos por si en algún momento se volvía a acordar de él.

La azafata de congresos le había contestado preguntándole quién era, pidiéndole una foto y diciéndole que se podían ver cualquier noche. El chico esloveno no había contestado ni había tenido ninguna actividad online desde el propio día de la fiesta.

Recibió una llamada. Era un número interno, de alguien de la casa.

—Roble Sáenz -, dijo.

—Oye, agente Guerrero aquí. He pasado a echar un vistazo a los precintos de Carretera de la Sierra, lo llevas tú, ¿no?

—Sí.

—No, los precintos están bien, no te preocupes, nada por ahí, pero dice la jueza que se levanten mañana, ¿no? ¿Es mañana, Torres? - dijo, sonando como si hubiera alejado un poco la boca del micrófono, “Sí, eso“ - o sea, mañana. Bueno, que me he encontrado a un menda aquí, saliendo del bloque. ¿No estaba desocupado?

—Según nos dijeron… -, contestó Roble.

—Bueno, pues parece que está okupado, oye, qué bueno, Torres - “Sí, me parto el pecho, ja, ja“, se oyó tenuemente - el menda este, oye, tú, ¿cómo te llamas? - hubo una pausa y unos susurros. - No lo entiendo. Pero vamos, que el tío estaba viviendo enfrente. ¿Has mirado los antecedentes, Torres? - “Míralos tú“ - Que no puedo, que lo tengo a este pillado, coño, Torres, joder, que es un momento…

—¿Lo podéis traer? - dijo Roble.

—¿Detenido?

—No, a declarar sólo.

—¿Y si no quiere? - preguntó el agente

—No pasa nada, voy yo.

—Pues no quiere.

—Ya voy-, dijo Roble.

—Joder, y yo de niñera mientras, me cago en diez. ¡Torres! ¿Me miras los antecedentes, joder?

Roble salió de la comisaría y se fue andando hacia el final de la carretera de la Sierra, o el principio, según se mirara. Se arrebujó en su Barbour y se adentró en el día claro, luminoso y por tanto, espantosamente frío que hacía en Granada. Tan pronto el sol calentaba animosamente los centímetros cuadrados de su cara expuestos a la intemperie, como una ráfaga de aire frío le hacía arrepentirse incluso de esos pocos centímetros.

El tiempo parecía darles pistas de cómo se estaba acercando a la solución del caso: frío, frío. Era posible que este nuevo elemento diera alguna pista. Pero también era posible y más que probable que no tuviera ni idea, que fuera simplemente el vecino que se les metía en la casa a tomarse la cerveza y a lo que cayera.

Encontró a los dos agentes en el rellano de la escalera y a un muchacho vestido con un chándal ajado sentado, con la cabeza apoyada en la pared. Se le acercaron los dos, haciendo un amago de saludo. A Roble no dejaba de sorprenderle ese gesto, siempre se sentía tentado de mirar hacia atrás a ver si se había colado algún general detrás suyo. Hacía tiempo que él había entrado en la policía, pero la policía no acababa de entrar en él, al menos esos aspectos ritualísticos y folclóricos.

—Torres -, dijo uno de los agentes, el más corpulento, levantando un dedo,- y este es Quesada. - Con las gafas Google identificó al muchacho. Ignacio Salido, aunque en sus perfiles en redes sociales había poco movimiento desde años atrás. Le hizo varias fotos y comenzó a cotejarlas con las que había de la fiesta.

Torres le dijo en un aparte

—Se dedica al menudeo, lo han detenido varias veces por posesión y está a espera de juicio. Aunque por las pintas y la que lleva encima no sé yo si le quedará producto para menudear después de lo que se mete.

—¿Heroína? - preguntó Roble.

—Yo diría que no. Ka, lo más probable. Nos ha dicho que no vende, que se la pasa la amiga de su novia. Pero no nos ha querido decir ni quién es su novia ni nada más. Ahí está, más pallá que pacá…

—Ignacio -, le dijo roble, sacudiéndolo suavemente. Ignacio murmuró, pero siguió con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la pared. Roble lo sacudió con algo de más determinación, y le dijo - Ignacio. Nacho. ¡Ignacio!

—¿Le meto una merla? - dijo Torres, haciendo ademán de sacudirle una guantada. Roble lo miró y alzó las manos como disculpándose. - Para despertarle, jefe, sólo para despertarle. La amenaza, en todo caso, surtió efecto, porque Ignacio abrió los ojos y los miró uno por uno, posando sus ojos en Roble.

—Un madero moderno. Nos han jodido -, dijo. Volvió a cerrar los ojos.

—Ignacio, por favor -, insistió Roble. Por el rabillo del ojo veía a Torres haciendo ademanes a su compañero, indicándole que a estos (señalando con el dedo) con un par de hostias (haciendo el ademán de dar una del derecho y otra, naturalmente, del revés) se queda nuevo (levantando el pulgar). La visión periférica de Roble no llega a ver qué había contestado el otro.

—Y educao. Nos han jodido -, dijo, de nuevo, Ignacio, sin abrir los ojos.

—Ignacio, ¿sabes qué… ? - le preguntó Roble, haciendo una pequeña pausa después del que para elegir la frase correcta. ¿Qué sucedió? ¿Quién ha muerto?

—No sé nada y si lo supiera no te lo iba a decir -, mascullo Ignacio -, cerdo educado de los cojones. Roble sintió el aliento de Torres más cerca de su nuca. De hecho, hasta vio una nubecilla de vaho rebasarle. El rellano tenía una temperatura igual o inferior la exterior, pensó Roble, ajustándose sus guantes italianos hechos a medida y pagados en bitcoins. Dio también un paso a su izquierda para interponerse entre Torres e Ignacio.

—En la fiesta… - empezó Torres.

—Sí, estuve en la fiesta - dijo Ignacio a la vez que abría los ojos. - La organicé con mi novia. Vivimos juntos y es la tía más buena y más cojonuda del mundo. Y no hicimos ruido ni ná. Y si lo hicimos no le importa una mierda a ningún imbécil ni a ningún madero. - Estas últimas palabras las escupió. Literalmente. Si hubiera estado a la altura de Roble, le habría llovido. Como seguía sentado en el escalón, sólo creó manchitas brillantes sobre la solería.

—Si tú no vives ahí, cretino. Vives enfrente porque has descerrajao la puerta -, saltó Torres, que decidió canalizar verbalmente las ganas de agredirle. Roble lo miró y Torres se retiró unos pasos atrás, indicándole a su compañero que se viniera con él. Roble continuó.

—Pero la gente…

——La gente habla y no sabe una puta mierda de nada. Ahí no hubo droga ni ná de ná y si hubo yo no sé ná de ná, que la gente se mete de todo y yo no tengo que saber ni qué se meten ni habérselo vendío ni ná de ná. Además, había una peña mu chunga…

—Chunga… - dijo Roble.

—Chunga que te cagas. Un guiri que se bebía hasta el agua de colonia. Y daba saltos y pegaba voces y cuando se acercaba mi Demelza se tapaba la nariz y se largaba.

—Tu Demelza… - dijo Roble.

—Sí, es mi novia, vivimos juntos, cretino modernillo. Y hacemos cosas que a ella le gustan, con una máscara y… con cosas que no te voy a contar, sobrao, que eres un sobrao. Y por eso estaba en la fiesta para que la gente chunga no diera por saco, y por eso al guiri cuando se puso muy pesao lo largué de una patá en el culo, porque era gilipollas niñato guiri de mierda, y luego la tía esa…

—La de… - dijo Roble.

—La que no tiene ni puta idea y no hace más que darle la lata a mi Demelza, preguntándole, qué haces, qué vas a hacer, cuando vas a sacar otro libro, como me ponen, yo también escribo, míratelo y me dices, somos escritoras, nos tenemos que ayudar… -, dijo, caricaturizando la voz de alguien. - Tía coñazo, y además no hacía más que meterse en el cuarto de Demelza, nuestro cuarto, bueno, no es nuestro cuarto, porque ella…

—El cuarto de… - dijo Roble.

—Sí, el que está al lado del retrete, el de Demelza, coño, tó el rato la tía yendo pa mear, que no se podía mear tanto, bueno, yo sí, porque la vejiga ya… - cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared.

La pulsera de Roble vibró, indicándole que le había llegado un mensaje; el color rojo al que viró le indicaba que era importante. Los mensajes importantes había que leerlos. Y el tío se había aletargado, de su nariz salía un débil hálito de vapor. Ni siquiera parecía darse cuenta del frío, sólo con una camiseta interior de manga larga y pantalones.

Sacó el móvil y vio el mensaje. De la científica. Habían identificado huellas de varias personas en la habitación. Una de ellas estaba fichada, un tal Ignacio Salido, detenido por alteración del orden público y por venta de estupefacientes.

No todo eran alucinaciones, pues. El informe también hablaba de los restos que se habían encontrado y los que se habían podido identificar, ninguno de persona con antecedentes. Toda la sangre coincidía con la de la muerta, y finalmente hablaba de las huellas encontradas en la ropa de la muerta.

No era habitual encontrar huellas en la ropa; aunque la grasa de la piel se pega a los tejidos como a cualquier otra cosa, la textura impide que sea fácil encontrar huellas. Sólo en telas muy lisas como la seda o el satén se puede encontrar algo. Además, la técnica sólo se había empezado a usar hacía un par de años y todavía no la tenían demasiado controlada. Algo de deposición de metal, se llamaba. Tendría que buscarlo.

La chica había llevado un pañuelo de seda, al parecer. No lo había visto, porque no había mirado las fotografías hechas con el móvil con el detalle adecuado. Y posiblemente no sería lo único. Tendría que verlas en la pantalla de su casa. Pero, mientras tanto, las huellas que se habían encontrado en la ropa eran, principalmente, de la muerta. Pero también del mismo Ignacio Salido.

Bajó las escaleras procurando no hacer ruido para buscar a Torres. Por lo pronto, se lo llevaban al calabozo.

La hora del vermú

A las una de la tarde, Cecilio estaba harto de alumnos displicentes, de oposiciones y de los chinos que las inventaron hacía mil o un millón de años, así que bajó por la calle Navas buscando algún bar en los alrededores de la comisaría donde los compañeros, algunos de ellos fuera de servicio, se reunían a hablar de sus cosas y en algunas ocasiones de las de los demás. Entre plato de cazón en adobo y de berenjenas fritas, se resolvían crímenes, se cimentaban amistadas, se arreglaban los problemas del país y mantenía el nivel de alcohol y fritangas en sangre justo al nivel en que las pastillas para el colesterol no tuvieran demasiado trabajo en reducirlo.

Un día entre semana, y el Braserito estaba en ebullición. La temperatura había subido varios grados desde el día anterior, y el granadino es como el caracol, saca sus cuernos al sol, con perdón por los cuernos, y por el sol, porque si ve el sol es en las terrazas de los bares que, sumadas, tienen una superficie mucho mayor que toda la universidad.

Allí estaban Eladio, el Yimi y, por supuesto, Rosalía; algunos otros compañeros más que Cecilio no conocía y más de un extranjero cometiendo el sacrilegio de comerse las lonchas de jamón con cuchillo y tenedor.

—¿Qué? ¿Qué os contáis? - dijo Cecilio, a modo de saludo.

—Anda y que te entretenga tu puta madre - le contestó el Yimi. Todos se rieron. Siempre lo hacían. Era un viejo chiste granadino que mostraba la quintaesencia de la malafollá.

En los vasos sobre la barra las burbujas de la cerveza recién tirada explotaban, indiferentes. El camarero de la barra se la había puesto al verlo aparecer por la puerta.

—¿Ya estáis en segundas? ¿O terceras?

—Cécil, son las una y pico de la tarde. Un respeto. - dijo Yimi, de nuevo, una vez más jaleado por una escolanía carcajeante,

—Vale, en cuartas entonces - Cécil se tomó la cerveza de un trago y alzó el dedo, pidiendo otra. - ¿Cómo va el trabajo?

—Iría bien si no fuera, ya sabes, por el trabajo en sí -, dijo esta vez Eladio, que era un tío serio y nunca bromeaba, por lo que la única acogida que tuvo esta frase, también repetida en muchas ocasiones, fue el levantamiento de los vasos de cerveza y ataques subrepticios al plato de las tapas. - Tú, ¿qué tal?

—Bueno, no me puedo quejar, tengo ahora bastantes preparantes, aunque se me acaba el plazo de entregar un manual de… - contestó Cecilio.

—No decíamos ese trabajo, Cecilio. ¡El de verdad! - dijo Yimi, una vez más recibido con carcajadas - ¿Es que te hablo yo de cómo me voy a arar los olivos cuando me preguntas por el trabajo?

—Afú, eso, - respondió Cecilio, y con el dedo se separó el cuello de la camisa. - Tenemos una muerta… - dijo, y le pegó un buen trago a la segunda cerveza que se había materializado en la intersección entre la línea recta que unía a Cecilio con el barril de cerveza y la barra.

—Entonces tienes dos cosas, - dijo Yimi. - Eso, y ni puta idea de quién la ha matado, ¿no?

Carcajada generalizada. Pero era totalmente cierto. Los periódicos habían paseado a los destrozados familiares y compungidos amigos de Ainhoa por sus portadas, y expresaban sus dudas sobre la competencia policial para resolver el caso. Un muerto y un lugar con un montón de gente es una mala combinación. Al menos, en este caso se tenía el cadáver, no como en el caso de Marta del Castillo. Ayudaba, pero los asesinos no dejaban exactamente su DNI sobre los cadáveres. Y en este caso, tampoco el ADN ni ningún otro acrónimo que revelara su identidad.

Cecilio sólo hizo un débil gesto de asentimiento y volvió a beber. Yimi continuó en sus acometidas.

—Pero ¿habéis preguntado a la gente que estuvo en la fiesta? Por cierto, ¿a santo de qué era la fiesta? - dijo Yimi. Alguno del corro estuvo a punto de echarse a reír, pero abortó la operación en cuanto que se percató, a dos o tres palabras del comienzo de la frase, de que no era de ese tipo.

Cecilio contestó con todo tipo de excusas para no haber hecho lo primero y no saber lo segundo. Había mucha gente, algunos habían bebido, no se conocían todos, habían acabado el turno poco después del levantamiento del cadáver, la jueza de instrucción no tenía ni idea (este era un clásico) y, finalmente, el argumento definitivo, pensaban hacerlo, claro que sí.

—Lavín, compae, - dijo Yimi - me has dicho en un montón de palabras y frases lo que yo te he dicho a ti: que no tenéis ni puta idea y que no le habéis preguntado a la gente de la fiesta. Ni tú ni el Travolta - dijo, señalando con el dedo en gancho un poco más allá de la barra, a Roble, que tomaba un líquido transparente con burbujas mientras con la otra mano sostenía el móvil.

Es que el Roble era así, pensó Cecilio, que ni siquiera se había dado cuenta antes de que estaba allí. O sigiloso o un sieso como una casa. Pasaba de todo y de todos, yendo a su bola, si es que el chisme tecnológico que tenía en la mano en todo momento era la susodicha bola.

Vaciló un momento si acercarse a él o no. Para ponerse al día era más fácil que los compañeros lo hicieran. Roble le mandará un montón de documentos pasando el pulgar sobre su chisme y le diría que se los leyera y que escribiera el informe.

—Porque el notas que habéis detenido no tiene cojones para matar ni a esa ni a nadie. Te lo dijo yo. Ese no mata más que a sí mismo a pajas -, dijo Yimi, con su coro acompañándole con carcajadas in crescendo. Pero, al menos, de la frase, coligió que ya tenían un detenido. Y fuera de turno. Y el Roble sabría algo, así que no habría más remedio, finalmente, que preguntarle.

Se acercó, bordeando la barra y dando apretones de mano y palmadas en la espalda a los conocidos y colegas que se encontraba por allí, hasta llegar a Roble.

Roble, directamente, le acercó el móvil a la cara. Cecilio echó hacia atrás la cabeza, para poder distinguir lo que le estaba enseñando. Leía MXE y veía una bonita escultura de varas y bolas dando vueltas, con un par de bolitas rojas y otras grises. Como un mecano, pero de bolas.

—Análisis toxicológico - dijo Roble. Roble se llevó otra vez el móvil para sí.

—¿Y eso, qué significa?

—Significa que ya tenemos al asesino.

Kevin, el asesino

—¿Quién es el asesino? ¿El Kevin? -, preguntó Cecilio.

—¿Kevin? No -, contestó Roble. - Te mando todo.

—¡No! - dijo Cecilio. - No me lo mandes, ¡cuéntamelo! Joer, que es un minuto…

—No. No lo es -, dijo Roble. - Por eso te lo mando. Léelo.

—Pero… -, dijo Cecilio, pasándose la palma de la mano por la boca para no dejarse a sí mismo terminar la frase.

Roble se terminó de un trago la tónica de origen eslovaco que una distribuidora estaba promocionando en esos momentos por los bares granadinos y eructó quedamente, emitiendo una pequeña y prácticamente invisible nube de gas y tapándose la boca pudorosamente. La tónica era de la misma marca que figuraba en los carteles que compartían las paredes del bar con fotos de vírgenes dolientes y del propietario con famosos periclitados. En los carteles la tónica se presentaba en una botella saliendo de un baño de burbujas de metacrilato, a los lados de los grifos de los barriles de Alhambra. Cecilio nunca entendería esas ganas por probar lo nuevo, siempre. Lo nuevo nunca es mejor. Cecilio estuvo varios años sin probar la milnoh. Tuvo que leer repetidamente la cifra, y escucharla, y probar buchitos, varias veces, para convencerse de que, bueno, vale, de vez en cuando, la pediría en vez de la caña de Alhambra de toda la vida. En particular, se sentía incapaz de entender a Roble, que después de unos años seguía siendo “el nuevo”. En general y en particular el hecho de que no quisiera, nunca, resumirle algo en dos palabras y menos cuando, total, era incapaz de meter más de eso en una frase. Por eso iba a volverse con sus colegas, los de siempre, los que llaman al pan, pan, al vino, vino y a la cerveza, Alhambra, cuando Roble le dijo:

—¿Vienes al interrogatorio? - le preguntó Roble.

—Pero… -, dijo, volviéndose a pasar la palma de la mano por la boca, frotándose los labios.

Pero no estoy de servicio, pensó Cecilio. Tengo cita con el profesor de los niños en una hora aproximadamente. Por la tarde, más clases, ni siquiera le iba a dar tiempo a volver a casa. Y, merecía la pena recordarlo, no estaba de servicio.

Pero quería saber quién era el asesino. Aunque fuera sólo por eso, lo siguió. Aunque cuando vieron desde la sala contigua a la de interrogatorios al detenido, preguntó al agente

—¿Quién es ese tío? - preguntó Cecilio.

Preguntas frecuentemente preguntadas

Cecilio nunca había entendido bien la razón de ser de los interrogatorios. Si el tío no es culpable, ¿qué quieres que te diga? Si acaso, se sentirá culpable de algo, de haberse meado en el portal del vecino, pongamos por caso, y ese sentimiento de culpa le hará sentirse nervioso y parecer culpable a los ojos de quien interroga. Que perderá, por tanto, el tiempo miserablemente. Y si el chorizo es culpable, hay que ser muy estúpido para confesarlo. Que no es que los chorizos no sean estúpidos. En muchas ocasiones son chorizos precisamente por eso. Pero también son estúpidos veteranos, curtidos ante preguntas inoportunas de profesores, padres y figuras de autoridad diversas como para que, cuando llegue un notas con placa y le pregunte “¿Dónde estuviste el día de autos?“ no te contesten “Pues matando al muerto“, sino “No, jefe, no me gusta la fórmula uno“. Divertido, un gran chiste. Pero también una pérdida de tiempo.

Además, el Ignacio este no parecía culpable. Parecía un pringao. Cecilio se puso las gafas de cerca para echarle un vistazo al expediente policial, que alguien había rescatado de los archivos. Un camello de poca monta. Pero, las huellas. Y ¿qué diablos es el MXE?

Por todo lo anterior y porque, llevándole la razón al compañero Yimi, Cecilio no tenía ni idea, se quedó en su despacho, con el calabozo donde Roble interrogaba al tal Ignacio en la pantalla del ordenador, mientras leía en diagonal los informes del forense y la científica. No entendía nada. Pero daba igual. Bajaría a los calabozos en un rato, le abrirían la celda con mucha ceremonia, dejaría una carpeta encima de la mesa a los lados de la cual estaban Roble y el tal Ignacio, miraría a uno y a otro negando con la cabeza, como diciendo “En menudo embolao te has metío, macho”. Y el acusado haría lo que tenía que hacer, que con toda seguridad sería nada y a continuación imaginar e inmediatamente contar excusas y coartadas múltiples. Pero, quién sabe. A lo mejor en esta ocasión les había tocado el tonto, que, como en los chistes de Gila, y tras muchas indirectas y la actuación teatrera anterior, acababa confesando.

Entre página relativamente incomprensible y otra totalmente incomprensible, miraba y escuchaba a Roble preguntándole al acusado. El chaval valía para esto. No entendía por qué, pero valía. Igual él si conseguía algo, aparte de perder el tiempo.

—Esta persona es la que has asesinado -, le decía Roble, mostrándole diferentes fotos extraídas de los perfiles en redes sociales, de su perfil en una página de fan fiction, vestidos florales, sola, con un grupo de amigas, con unas gafas sin cristal, ojos rojos por el flash, una baraja de fotos extendida sobre la mesa, sota, con un tipo al que le echaba el brazo por encima, caballo, un selfie con un primer plano haciendo morritos con Demelza, rey, con la cara en un charco de sangre, la regla de los tercios haciendo que el cuchillo ocupase uno de los puntos importantes. Ignacio murmuró, pero Roble le interrumpió.

—Tus huellas -, y en esta ocasión una tableta que mostraba una foto de un pañuelo de seda y, haciendo el gesto con los dedos, la ampliación hasta que la huella de Ignacio se hizo bien visible; dos pulsaciones con el índice sobre la misma que enlazaban con la ficha policial de Ignacio, en la que aparecía mal afeitado, con la mirada ida y el pelo grasiento, pegado al cráneo. Como ahora, pero visiblemente más joven. Éste siguió murmurando, pero una vez más Roble lo hizo callar, llevándose esta vez el dedo a los labios.

—¿Por qué? -, preguntó Roble.

—Yo no… -, intentó decir Ignacio, hundido en la silla. Negaba moviendo muy rápidamente la cabeza. Roble no le dejó terminar, alzando un dedo para interrumpirle.

—Tu sí. Sabemos cómo, cuando. No el porqué. ¿Molestaba a tu novia?

—¡Sí! Esa zorra… esa puta ni sabía escribir ni ná de ná de ná. Siempre encima de Demelza, siempre dando por culo, y allí en la fiesta todo el tiempo preguntando donde está, donde está, le tengo que enseñar una cosa, yéndose pal cuarto, ¿qué coño tenía que hacer en el cuarto, qué coño, eh? ¿Qué coño?

—El cuchillo ¿lo cogiste cuando…? - le preguntó Roble, registrando el hecho de que había admitido que la chica asesinada molestaba a Demelza.

—¿Qué pollas de cuchillo ni cuchillo? ¿A mi qué me cuentas del cuchillo? Si yo no fui a la cocina más que para meterme… coño, para mis cosas, ¿qué coño te importan? - replicó Ignacio.

—Tus huellas… - estaban en la cocina, pero no en el cuchillo, pensó Roble. Estaban, de hecho, en otro cuchillo, en uno pequeño, de los de untar. En realidad, era muy difícil que este tío, con la papa que tendría encima a esas horas de la noche, hubiera ido a la cocina, pillado el cuchillo, matado a la chica y borrado sus huellas. O se hubiera puesto unos guantes para no dejar huellas. Pero eso no quiere decir que no hubiera estado ahí, sujetando a la muerta o atrayéndola al cuarto o algo. Para que la matara alguien. Alguien que la considerara molesta.

—Están, sí, están, ¿qué pasa? Demelza es mi novia, y entro cuando quiero y salgo cuando quiero y nadie me tiene por qué decir ná ni ná.

—Y el día de la fiesta… - le ayudó Roble.

—Era una fiesta, ¿no? Fuimos a la cocina… - vaciló Ignacio.

—A coger el cuchillo para matar… - aventuró Roble.

—Cojones, con el cuchillo de los cojones, vuelta la burra al trigo, que no cogí el cuchillo ni ná ni ná, que te lo he dicho…

—No entiendo. ¿Qué hacías en la cocina? Huellas en el cuchillo. ¿Para qué? - le volvió a mostrar un primer plano donde se veía su huella en un mango de cuchillo. Si hubiera ampliado el plano se habría visto que era de los del Tulipán. y que con él no se podría matar más que a una mosca y si se tuviera mucho tino. Pero la huella mostraba que había estado allí y a lo mejor después de apartar ese cuchillo para coger el otro había espabilado y se había puesto los guantes de fregar de la misma cocina.

—Joder, si es que… - Roble volvió a mostrar la huella, pulsó con el índice sobre ella para que volviera a aparecer la ficha de Ignacio. - Nos metimos unas rayas de K en la cocina, bueno, ella no, ella es toa limpia y ná de mierda ni ná de ná, que es escritora…

O sea, que los cuchillos de la cocina los usaban para cortarse las lonchas de K. Sin embargo, no había huellas ni de él ni de nadie en el cuchillo usado. ¿Quienes los usaban? ¿Él y Tina? ¿O también Demelza? ¿O alguien más?

En ese momento entró Cecilio y puso la carpeta encima de la mesa. Teatralmente, la abrió y señaló un punto aleatorio dentro de ella. Luego miró a Ignacio, frunciendo los labios y asintiendo. Para incrementar el efecto, chasqueó la lengua. Roble también se le quedó mirando.

—Os metisteis unas rayas… - dijo Roble.

—Con… Unos clientes -, dijo esto último mascullando y en voz muy baja.

—Nombres - dijo Roble, con el pulgar en el móvil, haciendo ademán de estar listo para apuntarlos.

—Bueno, ya sabes -, y paró cuando dijo esto último, como esperando que Cecilio y Roble, efectivamente, lo supieran. Cecilio negó con la cabeza y Roble se quedó impasible. - Clientes.

Roble miró a Cecilio, dándole paso.

—Míranos bien a la cara, Nachito - dijo Cecilio, haciendo la V con los dedos índice y corazón, señalando a sus ojos y luego a Roble y a él - ¿Tenemos cara de golfos? - Y paró un momento, como esperando una respuesta. - ¿A que no? Es porque no somos de narcóticos. Así que nos suda la polla lo que trapichees, cuánto y con quién lo hagas. Por lo pronto. Y porque queremos saber qué le pasó a la Ainhoa esta. Así que nos lo cuentas. Que nosotros somos gente legal y no te echamos marrones encima. Y si estabas de subidón cuando lo has hecho, se lo explicamos todo clarito a la jueza y te cae la mínima.

—Si yo no…

—No, tú sí. - dijo Cecilio.

—Las huellas… - intervino Roble.

—Las huellas, y esto -, dijo Cecilio, apuñalando con el índice la carpeta marrón de la que se desbordaban unas hojas.

Ignacio miró la carpeta.

—¿Cómo se llama ese de narcóticos, Roble? Sí, ese que decía que como encontrara al hijoputa que movía el Ka lo iba a capar como a un gorrino que, total, se meten lo mismo que los marranos y además no les va a doler…

—El… - replicó Roble, sin mucho convencimiento.

—Sí, el de la perilla - Ignacio abrió mucho los ojos y se agarró con las manos al borde de la mesa.

—No, el Cabraloca no, por favor, de veras, que no, que yo no… - dijo Ignacio, negando frenéticamente.

—Cuenta - dijo, simplemente, Roble.

Y cantó.

En tu fiesta me colé

Y a la tía la tuve que achuchar, pero ná de mal rollo ni ná, ná más que tira pallá, la agarré del pañuelo ese de los chinos que llevaba, la tía cutre, pero luego se puso toa rara cuando le dije que Demelza era mi novia, y empezó a preguntarme, y decirme, y ya de buen rollo le dije que si quería probar una cosa guapa guapa que iba de puta madre para escribir y de tó, que flotabas, que flipabas y que escribías lo más guapo del mundo, que mi novia lo usaba, es mentira, si se entera me mata, pero qué quieres, hay que vivir y no, no era Ka, era otra cosa muy guapa que no, que me pasa por ahí una gente, gente, ya, que no os interesa, que la tipa, que se mete el Eme, sí, le llamamos eme, es como el Ka, pero tó guay, que si queréis, ah, que no queréis, ah, ya, que está tó dios ahí mirando, bueno, ya lo hablamos, ja, ja, que la tía se lo mete y se pone tó guarra y quiere que nos vayamos al cuarto pero yo… pero yo… mi Demelza…

No, que ya no me acuerdo. Es que estaba acostumbrao al Ka, y eso es tope fuerte, me desperté luego tó empotao y me largué pa mi queli, bueno, nuestra queli, pero yo enfrente.

Pero vi al vampiro. El vampiro se la cargó. Fue un vampiro. No fui yo.

Esperando el turno

Cuando acabaron el interrogatorio todavía no era hora de que empezaran el turno. Cecilio se quedó a rellenar el informe. A Ignacio le abrieron la puerta y le dieron la mano y una palmada en la espalda por las molestias, se alejó rezongando.

Roble salió de la comisaría en dirección a su casa.Había encontrado unos cuantos expedientes con unas fotos que harían las delicias de sus clientes americanos y prefería ir a su casa a subirlas; no se sabía los controles que podía haber de la red, incluso de los que no estaban conectados a través de la propia red de la comisaría. Además, la red de su casa era más rápida, así que echó las carpetas en su Crumpler y se fue andando hacia su casa.

Por el camino, volvió a comprobar las apuestas. Demelza iba a la baja, 7 a 2 ya. Tina al alza, pero todavía nada por lo que preocuparse, ni ella ni, tampoco, él, 20 a 1. El esloveno había subido, pero muy ligeramente, 14 a 1. Ignacio había aparecido, de repente, pero no parecía que fuera a pasar del 30 a 1.

Tendría que hablar de nuevo con Demelza. Más que hablar, si podía. Pero, a pesar de la clarividencia de las apuestas en la web profunda, el MXE apuntaba, de nuevo, a Tina.

Un tipo normal

Cecilio era un tío normal. De puro normal, era extraordinario. Cuando hablaban de que el español medio compraba un coche cada 10 años, el echaba cuentas y había cambiado cada nueve años y medio. Si iba de vacaciones a la costa más cercana a su ciudad, él iba de vacaciones a Almuñécar y, excepcionalmente, a la Rábida pero no pensaba volver. Si los inspectores tardaban dos años en lograr aprobar las oposiciones, él había empezado en septiembre de 91, el mismo día 1 de septiembre, todavía con el moreno pillado en Almuñécar, y terminado en julio del 93. Nunca sacaba notas que se desviaban mucho de la media, y cuando lo hacía, unas veces por encima y otras veces por debajo. Era esa persona inexistente que se llama el español medio, y único por ello.

Y una persona normal hace su trabajo con normalidad. Hace lo que tiene que hacer, ni más ni menos. Es decir, ni un poco más de lo debido ni demasiado poco como para que le caiga un paquete o simplemente sea el hazmerreír de la comisaría. O, en concreto, del Yimi. Así que mientras Roble se hacía lo que quiera que estuviera haciendo en ese momento, o nada, Cecilio se dedicó a hacer el resumen del interrogatorio y de los informes forenses para la jueza, tecleando con dos dedos y pulgar sobre barra espaciadora y gafas sobre el puente de la nariz. Un montón de palabras, dos mil trescientas veinticinco, como informó Word fielmente, para decir que no sabían mucho y que en realidad tampoco habían descartado a nadie. “Todas las vías de investigación permanecen abiertas”. Y la muerta sigue muerta, y su asesino suelto.

Una vez enviado el informe a la jueza, que decidiría registros, imputaciones o lo que tuviera que decidir, ¿qué tocaba ahora? Lo normal. Cecilio siempre hacía lo normal. Familia, amigos. La lista que había proporcionado Tina de los que habían asistido a la fiesta, con algunos teléfonos. Un montón de niñatos y niñatas a los que tuvo que llamar, uno por uno, para pedirles que pasaran por comisaría cuando lo tuvieran a bien, y si tenían el teléfono de un tal este o de una tal aquella. Y luego una segunda ronda para los que no habían contestado, los nuevos teléfonos, teléfonos equivocados, “Buenas tardes, soy el inspector Cecilio Martín, ¿estoy hablando con Vicente Pérez”, “Yo no he sido, no he hecho nada”, “Qué me hace si no voy”, “Uf, con lo liado que estoy”, así toda la tarde, el turno avanzando hasta su conclusión.

Y entonces, el MXE. Los informes de tóxicos se hacen por algo. Pueden haber sido un factor coadyuvante, “ayudante”, decía uno de sus alumnos tutorizados, en el crimen. ¿La habían intoxicado para que no gritara o se defendiera?

No tenía ni idea de MXE. A él le sacabas del jaco y del porro y nada. Tendría que llamar a alguien de narcóticos. Buscó en el directorio de la comisaría y encontró el teléfono de Marisol, con la que había coincidido en su época de subinspector en la brigada de seguridad ciudadana, antes de sacar las oposiciones a la escala ejecutiva. Al sacar las oposiciones ella también había cambiado, en este caso a droga y crimen organizado.

—González -, le contestaron desde el otro lado del teléfono.

—¿Marisol? Soy el Cécil, no sé si te acordarás…

—Coño, Cécil, no me voy a acordar, con la que me diste… - contestó Marisol

—Nooo, que yo noooo -, replicó Cecilio.

—Coñazo con los informes que había que poner todo, los puntos y las comas. Ya los hacíamos, ¿qué más te daba que estuvieran más pallá o pacá?

—Bueno, que yo… - trató de decir Cecilio, si saber qué predicado añadir a ese sujeto. Que era un mijicas y ya está.

—Que es broma, Cécil, coño, que hacías bien. ¿La familia?

—Más grandes ya los chavales, tendrías que verlos, y la señora… no mucho más grande, pero algo sí - respondió Cecilio.

Marisol soltó una carcajada.

—Pensaba que estarías ya divorciado. A tu edad y en la madera, es lo normal.

Cecilio reflexionó sobre esto. Sería una de las pocas cosas que lo apartaba de la normalidad. También en eso era normal, porque es normal diferenciarse algo del resto del gremio de los normales. Sí es que existía tal gremio.

—¿Y tú? - preguntó. No había tenido excesiva confianza con ella en aquella época y si la había tenido, no se acordaba. Así que hizo una pregunta poco comprometida, para no equivocarse.

—Casada. Con un gato. Por lo civil y en terceras nupcias-, dijo, y volvió a carcajearse. - Enviudé dos veces, pero este está sanísimo, y yo, contenta de no tener que aguantar a nadie de mi misma especie. Ni de que me tengan que aguantar a mi. Bastante tengo con aguantaros a vosotros…

Cecilio se rió. Brevemente.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres? Porque no me habrás llamado para invitarme a un café, ¿no? ¿O también? - preguntó, eventualmente, Marisol.

—Je, je, cuando quieras, sí, cuando quieras. Pero te llamo por otra, bueno, por otra cosa, a ver si sabes decirme. ¿Qué es lo que es el eme equis e?

—Mandanga de la buena. Con eme. Eme es como lo llaman, ¿lo pillas? -, dijo Rosalía. - De las que llaman emergentes, porque están empezando ahora mismo, o hace dos días, a introducirse en el mercado. Dime más. ¿Aquí en Granada?

—Sí, una chica muerta aquí, ayer -, contestó Cecilio-, nos ha llegado el informe de tóxicos hoy mismo,

—Chungo. No sabíamos en la unidad que la estuvieran pasando por aquí. Mándame lo que tengas, cuando puedas. O sea ya. Con los puntos y las comas puestos.

—Je, je, claro. Pero, ¿qué hace la eme esa? ¿Mata? -, preguntó Cecilio.

—Te coloca -, dijo Marisol y se volvió a reír. Se reía mucho, Marisol.

—Pero… - dijo Cecilio, con tono de “para ese viaje no hacen falta alforjas, Marisol“.

—Que no lo sé, Cécil, de veras, todavía no nos ha tocado nadie que se haya metido de eso, ¿no te digo que es nueva?

—Hombre, por si habías oído… - dijo Cecilio.

—Qué cansino te puedes llegar a poner, Cécil, de verdad, ya se me había olvidado. Vamos a hacer una cosa -, dijo e hizo una pausa -, tú me mandas lo que tengas de la mandanga esta y yo pregunto por aquí o pido a los de la UDYCO información y te la paso, ¿de acuerdo? Mientras tanto, busca por la Internet, coño, que no te va a pasar nada por tocar esos chismes…

En realidad, sí le pasaba. Si no le hubiera pasado, lo habría hecho en vez de pasar la vergüenza de llamar a Marisol.

—Venga, quedamos en eso -, repuso Cecilio.

—Y en el café -, contestó Marisol.

—Y en el café. Venga, un, un, bueno, un saludo, Marisol.

—Y un beso, Cécil. Mándame eso ya.

Colgó y se puso a buscar el correo electrónico de Marisol para enviarle el informe. Antes de enviárselo, lo corrigió, añadiendo dos comas, quitando dos puntos y coma y corrigiendo alguna falta de ortografía que le había pasado desapercibida.

Tardó unos minutos. El turno todavía no había terminado, así que hizo unas cuantas llamadas más a la lista de Tina, dejando mensajes en contestador y concertando citas para el día siguiente.

Y entonces sí terminó el turno. Una tarde bien aprovechada. Movió el ratón del ordenador, haciéndolo encenderse y mostrando una pantalla en la que decía 672 mensajes sin leer.

Cayó en la cuenta de que no había visto a Roble en toda la tarde. ¿Qué diablos habría estado haciendo?

Lo que Roble había estado haciendo

Roble había tenido, cuando salió de ella, la intención de volver a la comisaría. Tras conseguir encontrar a Jože el Erasmus esloveno. Pero tampoco había tenido la intención de pegarse una carrera hasta atraparlo, que fue lo que tuvo que hacer.

Había conseguido de la administración de la universidad su dirección, en el barrio de Pajaritos, cerca de la estación del tren. Eran las cuatro de la tarde cuando llegó a ella, un día nublado y ventoso. Desagradable, pensó Roble, subiéndose las solapas de la parka y la cremallera hasta arriba. Las calles estaban prácticamente vacías, algún perro callejero husmeando las esquinas y parroquianos acunando un café con toda la leche caliente en las manos. Llamó al portero del piso de Jože y preguntó por él. Lo pronunció “Jocé”, aunque es posible que se pronunciara “Iotsí” o algo más complicado.

—Está echando un café en la cafetería de la esquina. ¿No lo has visto? - le contestó alguien desde el portero.

Dio las gracias y se fue hacia la cafetería de la esquina. Roble tenía en la mente las fotos de Jože y se había puesto una de ellas en la pulsera, para comprobaciones rápidas. Pero no habría sido difícil reconocerlo de todas formas: sólo había un par de pintores con monos llenos de parches de colores en una mesa, un grupo de tres chicas en otra mesa en la esquina, dos de ellas hablando en voz baja y una tercera tecleando en el móvil, y él solo en la barra, de aluminio, formando una escuadra. El olor a café estaba sólo una nota por encima del olor de los residuos del mismo, la zurrapa, que en ese momento el camarero vertía en un cajón debajo de la cafetera. En las paredes había carteles de olvidados partidos de fútbol de barrio, estrellas de Radio Olé y corridas de toros de antaño. Un cartel escrito en Comic Sans decía “Se proibe el cante”. Roble fue hacia la barra, evitando ir directamente hacia su objetivo. Se sentó dos taburetes más allá de él y lo miró. El camarero siguió jarrucheando entre vasos de café y lo que fuera que estuviera haciendo en la cocina.

—Iotsí -, dijo Roble, decidiéndose por esa pronunciación -, tengo que hablar contigo.

Jože le miró.

—¿Quién eres? - le preguntó.

—Roble Sáenz. Policía -, contestó Roble, echándose mano al bolsillo donde llevaba la placa.

Ya había incumplido el protocolo de actuación policial con testigos, que indicaba que tenía que saludar e identificarse antes de hacer cualquier pregunta, pero no creía que esa fuera razón suficiente como para que Jože saliera corriendo hacia su izquierda.

Joder, pensó Roble. Vamos a correr ahora. Conectó el app NoFlab para que contabilizara el esfuerzo realizado. Perdió unos segundos, pero no echaría a perder el gasto de calorías.

Lo alcanzó a la altura de los comedores universitarios, de los que, a esas horas, todavía salían algunos estudiantes. El goteo de gente que se desviaba por la acera cuando alcanzaban a las colas deslavazadas formadas en los alrededores de parada de autobús, esperando a los del área metropolitana, le hizo frenarse para evitar tropezarse con ellos. Lo agarró del cuello del abrigo y el perseguido estuvo a punto de caerse, pero recuperó y amagó un puñetazo hacia Roble. Roble lo esquivó e hizo el gesto, con el dedo índice, de “No, no, no”.

—¿Qué quieres? ¿Qué es que quierres? - preguntó Jože.

—Sólo hablar, - contestó Roble. - ¿Hablamos? - le dijo, indicándole los escalones de los comedores, a la sombra de múltiples anuncios de cursos, fiestas para Erasmus, estos últimos todos activos y retransmitiendo solicitudes de envío de información que provocaban una continua vibración en la pulsera de Roble.

Se sentaron en los escalones, recuperando poco a poco el resuello. Cuando Jože hubo llenado sus alveolos de una cantidad suficiente de oxígeno, éstos se sintieron incómodos y le pidieron un poco de nicotina y alquitrán. El cumplió su deseo encendiendo un cigarro y tomando una larga calada. Exhaló el humo y se quedó mirando a Roble.

—Ainhoa -, dijo Roble.

—Mi amiga. Mi. Amiga. La han matado -, contestó, sin dejar de fumar y mirar en dirección a los autobuses que llegan con gente y partían también con gente.

—¿Matado? ¿Quién? - preguntó Roble.

—Tío, no sé, de verdad, no sé. Yo estuve en la fiesta, desapareció, yo me fui. Al día siguiente, muerta como la otra. Muchas muertas, yo no quiero saber nada, me voy a mi casa -, contestó Jože.

—¿Por qué fuiste? No conocías a nadie - le preguntó Roble, recordando el mapa de conexiones entre los asistentes a la fiesta que había encontrado. Y sin aclararle que la otra no estaba, en realidad, muerta, sólo había una muerta. Ainhoa.

—¿Qué dices? Tú no sabes. No sabes, tío. Yo conocía a Ainhoa -, contestó, chupando otra vez del cigarro y echando el humo, esta vez a la cara de Roble. Roble se tuvo que recordar a sí mismo que no todo está en la red. Uno añade la conexión, o comenta, si le apetece, si le da la gana, y si es de los que va aireando sus relaciones con otra gente. La sorpresa teñida de frustración se reflejó en su cara. Jože se dio cuenta, así que se explicó.

—Ainhoa quería algo de allí. De ella -, dijo Jože, y Roble alzó la ceja - Sí, quería algo, ahora es muerta, ¿qué más da? Muertos no están delincuentes, ¿no es?

—La invitaron -, dijo Roble.

—Conoció de la fiesta por Facebook. Demelza invitaba a todos amigos. Ainhoa dice que ella es amiga.

Demelza, pensó Roble, era capaz de atraer a una cantidad de amigos considerable, o de atraer a una cantidad de gente que se auto-consideraban amigos. Tenía amigos por encima de sus posibilidades. Y novios. Al pensar esto último, sintió la zona de su escroto expandirse y contraerse, esto último más lentamente, como el parpadeo de un indicador que te avisa de un peligro inminente.

—Y… - dijo Roble.

—¿Y? ¿Y nada? - dijo Jože, encogiéndose de hombros y gesticulando con la mano que sostenía el cigarro, de donde se esparció ceniza en todas direcciones - Y bebimos y hablamos y…

—Y… - dijo Roble, a la vez que se levantaba. La ceniza estaba empezando a dispersarse en direcciones a tejidos que no se la tomaban tan a la ligera. Y cambiando la postura puede que aparentara más autoridad.

—¿Y qué? ¿Y está muerta? - dio una larga calada al cigarro y entrecerró los ojos, pensando quién sabe si en Ainhoa, a quien podía conocer desde hacía dos días o dos años, o en el futuro de su pequeño país, del que Roble no sabía absolutamente nada salvo una idea vaga del tamaño.

Roble no acababa de entenderlo. Era todo muy normal, aparentemente la única secuencia lógica de los acontecimientos. Te cuelas en la fiesta, te llevas a un amigo, el amigo te deja muerta y se va, tan tranquilo. Roble lo miró. No creía que le sacara mucho más. Aunque quizás…

—Muerta por tu culpa -, dijo Roble. Era una apuesta arriesgada, pero tenía que intentarlo. Jugar la carta de la culpa con un eslavo no podía fallar. - Tú la abandonaste.

Jože lo miró, se levantó también y empezó a agitar los brazos, gritándole. Su acento a veces hacía el español que profería indistinguible de su idioma nativo.

—Tú qué sabes coño. Había mucha gente. Yo vigilaba, todo el tiempo, nadie entraba, nadie salía de habitación. Ella desapareció y no la veía, estaba con puerta cerrada quizás, había salido, no sabía nada. Luego abrió puerta cocina y salió ella, cantaba, dijo “José, tú pequeño“, miraba mano, “Te cojo con esta manota grande, te cojo“ y hacía así, ella loca, loca y luego fue a habitación, a la habitación que, a la habitación, y yo decía, vamos, nos verán, y ella loca, “El USB es graaaaande y ordenador pequeñooooo“, decía, “cómo copio, copio, cómo copio, no puedo, no entra, es graaande, como copio“, y se reía, loca, loca y se quedó allí, en la cama, miraba sus manos, yo me fui, nos iban a ver, no quiero problemas, yo estudio, no quiero problemas, locas dan problemas, eso pensé, locas dan problemas, amigas locas dan problemas… No hice nada.

–Problemas… - dijo Roble. Problemas mortales.

—Era amiga, buena amiga. Pero… No quiero problemas -, dijo Jože. Y se fue en dirección contraria a su barrio, en la dirección que se percibía más bullicio, hacia Fuentenueva, donde las hordas procedentes de la Facultad de Ciencias subían hacia sus pisos y residencias o se apelotonaban en el interior de los autobuses que subían hacia el Campus de Cartuja.

Problemas iba a tener. Ya no era Ignacio el último que la había visto con vida. Ahora era él. De las declaraciones en el juzgado no se iba a librar. Imputación, como encontraran alguna huella en algún sitio estratégico. Fuera culpable o no, iba a tener unas prácticas no remuneradas en el sistema judicial español.

Roble no lo siguió. Salió andando y dobló hacia la derecha, Fuentenueva abajo, inicialmente en dirección hacia la Facultad de Ciencias. Estaba anocheciendo y varios apps le avisaban de que no estaba haciendo suficiente de algo o estaba haciendo demasiado de otra cosa. Tenía que escribir, No había hecho suficiente ejercicio. No había tomado suficiente comida sana. Y había inspirado demasiado humo. Ninguna de esas cosas se iba a solucionar en la comisaría, así que cambió de dirección y se dirigió a su casa.

La clave de la felicidad

Cecilio recibió un mensaje de WhatsApp de Roble a su móvil personal según se bajaba del coche y abría la puerta del garaje. “Jose el esloveno descartado“. No sabía de quién diablos estaba hablando. Pero el hecho de que fueran capaces de descartar a otra persona, de los miles de millones que había por el mundo, le hizo feliz.

En realidad, tampoco era difícil hacer feliz a Cecilio. Siempre era feliz por la simple razón de que redefinía felicidad como el estado en el que se encontraba en cada momento, o, mejor dicho, con haber cubierto las necesidades que necesitaba cubrir en cada momento. Que no eran muchas, ahí estaba la clave de la necesidad. Era un poco zen. O simplemente acomodaticio. Habría querido casarse con la chica más guapa de su instituto, pero en vez de eso, redefinió su necesidad como poder acabar la chica que fuera alcanzable, sin más requisitos que el hecho de ser una mujer y que no lo rechazara a él de plano. Habría querido entrar en la escala ejecutiva directamente, al acabar la carrera. Pero redefinió sus aspiraciones a la escala básica, y ya entraría a la ejecutiva por promoción interna, y lo consiguió, y fue feliz. Habría querido estudiar medicina, pero cuando no le alcanzó la nota optó por Trabajo Social, y fue feliz porque lo porque lo poco que se le pegó en esa carrera le había resultado bastante útil para tratar con sus compañeros, tan diversos y tan especiales. Como Roble.

Perder un dedo podría haber sido una gran amenaza a este equilibrio entre lo deseado y lo obtenido. Pero cuando volvió de la breve baja médica que obtuvo, se jactaba de mostrar la mano cuatridáctila jugando a los chinos usándola y, por supuesto, estaba feliz de que hubiera sido la mano izquierda y uno de los dedos menos importantes, el anular. A veces incluso, para cachondearse de sus amigos, escribía informes sin usar la letra s, que caería justo debajo de ese dedo en el teclado.

En ese estado cercano al zen en el que se encontraba en ese momento se acercó primero al salón donde su mujer hojeaba algo en el tablet mientras escuchaba, o ignoraba, la televisión encendida. Le dio un beso algo más cariñoso que habitualmente y ella se dejó hacer. Viendo cancha, atacó

—¿Cenamos algo especial esta noche? ¿Corto jamón?

Su mujer lo miró durante un instante con la clara intención de decirle que no. Pero lo vio tan ilusionado con el simple placer de dedicar un rato a cortar jamón que le sonrió y le dijo

—Vale. Saco un poco de vino de ese de Guadix a tomar el aire, ¿vale?

Su sonrisa se hizo más amplia y ahí seguía cuando fue al dormitorio a cambiarse y ponerse el chándal del Decathlon que usaba en casa. Bajaba la escalera diciéndole a sus hijos:

—¡Vamos a hartarnos de jamón esta noche!

El jamón formaba parte de su zen, de su totalidad, con la ceremonia del corte del jamón un ejercicio de ascenso por la escalera espiritual similar a la ceremonia del té, un ritual que comenzaba por la elección del delantal adecuado, el afilado del cuchillo del Ikea, no el usado en el asesinato, el retirado del paño de color aproximándose al pelo de un oso hormiguero, la aspiración del olor, intensificado cuando se retira la capa de piel en proceso de secado que tapa el corte del jamón y mantiene su aroma, el corte el diagonal, ayudándose por las vetas, la cata de la primera loncha que sale, la más seca pero, a la vez, la que más apetece, tomándola con dos dedos, y a veces la segunda y, si no llega nadie, la tercera, pero llega su esposa y se esfuerza en un corte limpio, con poco tocino, que ella separa, ignorando el dogma de la degustación del jamón, que tiene que hacerse con el tocino, y que él, a su vez, ignora que ha hecho, para no estropear el momento zen, y cortando con el cuchillo del Ikea vuelve a pensar en el otro cuchillo del Ikea, haciéndole descender por un momento a la tierra.

¿Cómo era la herida? ¿Horizontal o vertical? ¿O diagonal? Y ¿sólo una herida? Se paró un momento para tratar de recordar el informe de la autopsia, pero más allá de “herida inciso punzante“ no recordaba gran cosa. ¿O era inciso contusa?

Le salió una loncha de jamón demasiado pequeña y que dejó ondulaciones en el jamón. Dejó de pensar en esas cosas y se concentró en las heridas cortantes que le hacía al jamón, a quien, en este momento, poco le importaba ya.

La cena a continuación, y la velada, fue extraordinaria. Hubo conversación, los niños se acostaron pronto, hubo más copas tranquilamente en el sofá, caricias y, finalmente, celebración del matrimonio, por primera vez en año.

Cecilio era feliz por definición. Pero a veces se acostaba con una sonrisa en los labios que duraba al menos hasta el día siguiente. De hecho, más que cualquier pensamiento o inquietud relacionado con heridas y cuchillos.

Víctimas de libro

Las víctimas de las novelas de Roble eran, en realidad, suicidas que no habían salido del armario. Se había puesto a escribir al llegar a su casa. El protagonista empezaba a contarle a todo el mundo menos a la policía sus sospechas de lo que sucedía en la casa del vecino, contándoselo a un amigo usando un teléfono inalámbrico, usando una WiFi pirateada de alguien para enviar correos electrónicos a otros amigos y comentarlo en foros abiertos y en general, atrayendo todo tipo de atención hacia sí. Además, contaba sus planes de encarar al vecino cuando llegara del trabajo esa misma noche.

Había decidido creer a Jože. Tampoco tenía ninguna razón para matar a Ainhoa. Tampoco la tenía Nacho. En realidad, nadie tenía una buena razón para matarla. Si es que querían, efectivamente, matarla a ella.

Alguien entró por la puerta principal en ese momento.

—¿Roble? ¿Estás por ahí?

Demelza. Pero no venía sola. Y él tendría que volver a actualizar el sistema operativo de su casa para hacerlo más seguro, ya era la segunda vez que se lo saltaba.

Buscando alojamiento

—Pero… -, decía Roble.

—Roble, de verdad, que se ha quedado en la calle. Por tu culpa. - decía Demelza.

—Pero…-, insistía Roble.

—Mira, tus colegas han avisado al dueño de la casa y ha cambiado las cerraduras. Y no se puede quedar en mi casa porque está todavía precintada. ¿Cuándo la vais a desprecintar?

—El juzgado…

—Sí, el juzgado, además, lo van a llevar a juicio a este por allanamiento. Y en el apartamento de Kevin no cabe. Y…

—Pe… - la resistencia de Roble al asedio estaba debilitándose progresivamente. Todo lo que decía era cierto. Y era Demelza quien se lo decía, con lo que toda frase llevaba implícitas diferentes alternativas si accedía y la contraria si no accedía. Y esas razones no explícitas eran las que pesaban más en el cerebro de Roble. Y en su escroto.

A Roble le gustaba vivir sólo. La serenidad, el silencio, el seguir sus ritmos y sus rutinas sin compromisos ni interrupciones. Pero su casa era grande, un platillo volante varado en la ladera del Barranco del Abogado que había comprado por mucho menos de lo que valía tras lograr, previo soborno, el compromiso de diferentes administraciones de desbloquear su terminación. Compromiso que, por supuesto, no había mencionado al propietario, y constructor, que estaba encantado de deshacerse de una joya arquitectónica, diseñada por él y destinada a su familia, pero que no había podido terminar y que había quedado como un cenicero dejado caer entre un montón de piedras encaladas hasta que Roble lo recuperó del olvido, lo terminó y se instaló a vivir.

La casa era muy grande y Roble ni siquiera usaba la mitad. El salón acristalado en el piso superior, al que se podía entrar directamente desde la calle que cruzaba por la parte de atrás, era su base y ahí dormía, trabajaba y hacía prácticamente todo. En el mismo piso estaba la cocina, que no usaba con demasiada frecuencia. En el piso de abajo había un garaje con restos de la construcción que habían dejado los albañiles, que habían sido lo más complicado de la renovación, porque no había ninguna constructora que cobrara en bitcoins, y alguna habitación más que tampoco usaba.

—El garaje -, dijo Roble.

—¡Claro! ¡Fenomenal! -, dijo Demelza, y le plantó un beso con gusto a anticipo en los labios. Nacho, que no había intervenido en la conversación y que a ratos había parecido dormirse, empezó a mascullar.

Bajaron la escalera y le abrió la puerta metálica que daba al garaje. Nacho miró y se dirigió directamente a una esquina, de la que apartó escombros y piedras sueltas con el pie. Comenzó a mover latas de pintura para montar una especie de cubículo, lentamente y mascullando a la vez.

—¿Unas mantas no tendrás?

Saranoni. Pero… -, dijo Roble. Demelza puso cara de extrañeza.

—Da igual, ya le compro yo algunas en un chino. Es que todo, todo, se le ha quedado dentro de su casa. ¿Cuando dices que podrá recogerlo?

Nacho parecía satisfecho con el pequeño parapeto que se había construido. Se volvió hacia ellos y les sonrió. Luego se tumbó y se echó a dormir.

Roble salió del garaje y cerró la puerta cuando hubo salido Demelza. Echó la llave por dentro y buscó en un llavero que había colgado a la derecha de la puerta un mando a distancia que le entregó a Demelza.

—Genial. ¡Así está independiente! -, dijo esta, cerrando la mano sobre el mando.

—Un día… - dijo Roble.

—Bueno, unos días. Además, ¿qué más te da? No te va a molestar, ya verás.

De alguna forma, si no se daba cuenta que el hecho de que un policía alojara a un trapichero de droga no acababa de ser la la cosa más normal del mundo, iba a ser difícil que lo entendiera por muchos argumentos que le diera.

—Unos días. Sólo -, dijo Roble.

—Eres un tío guay, Roble - y se le abrazó, acoplando sus formas a su cuerpo y le dio un largo beso que, cuando empezaba a activar el sistema parasimpático de Roble, se interrumpió.

—Me tengo que ir. Voy a ver a Kevin. Esta noche le traigo a este la manta.

La acompañó a la puerta, en la planta superior y allí se quedó cuando ella salió. Oyó a los pocos segundos el chirrido de la puerta del garaje, que había usado escasas veces y que posiblemente necesitara algo de engrase. Pero eso tenía mucha más baja prioridad que la actualización del sistema para que Demelza no entrara y saliera a su gusto.

Se sentó a buscar esas actualizaciones y configuraciones que le dieran más seguridad, cuando saltó una alarma de su sistema NoFlab indicándole que todavía le quedaban unos cuantos ejercicios para mantener el tono muscular y que, además, había escrito por debajo de la media en la última semana. A la vez, se dio cuenta de que tenía a una persona alojada en el garaje y le había dado la llave del mismo a una persona que era capaz de romper los sistemas de seguridad de una casa como quien rompe una galleta de la suerte. Así que de repente le dio exactamente igual actualizar el sistema operativo de nada. Se puso su chaqueta Gore Running Wear, pantalones Craft y zapatos Nike Performance con calcetines Tao.

Comenzó cuesta arriba, en dirección al cementerio. En los ventanucos de ventilación del garaje no se veía luz cuando salió.

Correr es aburrido cuando no tienes en qué pensar. Pero tenía que pensar en un final lógico pero a la vez sorprendente para su novela y también en una narrativa consistente y a la vez soportada por las pruebas para el asesinato que se traía entre manos. Con una tercera restricción: una narrativa en la que Tina no fuera un personaje. Lo que, a estas alturas, se le hacía tremendamente complicado. Todos los caminos llevaban a Tina.

Subió por la carretera que llevaba a la Alhambra, hasta el cementerio. Volvió por el camino viejo del Cementerio cuando el sol se había ocultado totalmente y empezaba a hacer un frío tal que casi se podía sentir desde el interior de su ropa, adquirida, si mal no recordaba, con fotos de manifestaciones en las que había estado trabajando, infiltrado. No le había quedado otro remedio, porque era, en aquel momento, la única persona que no era suficientemente conocida y, además, tenía más o menos la edad adecuada para no llamar demasiado la atención. Pero luego se alegró, porque esa noche durmió con una mujer a la que conoció allí. Se estaba alegrando en este momento, dentro de los calcetines de 40€ obtenidos con las imágenes. Entre otras cosas.

Y Tina se lleva a sí misma hacia él. Cuando llegó estaba hablando en la puerta del garaje con Nacho. Una tercera persona, con un largo abrigo negro y gorra de cuero negro, se caló la gorra y se dio la vuelta en cuanto que él llegó.

Tina lo saludó con la mano, pero él no hizo ademán de unirse a la conversación, sino que continuó hacia la puerta de la casa, que estaba en un nivel superior al garaje y en la pared opuesta al mismo. Abrió la puerta con la pulsera, bien, porque a pesar de que el sistema no había impedido que entrara otra gente, al menos no habían considerado necesario echarlo también a él. Lo recibió el ronroneo de la Roomba, que se afanaba por acorralar unas pelusas en una esquina previamente a su absorción definitiva. Roble se quitó la ropa y la introdujo en la lavadora. La temperatura en la casa, según su pulsera, era de 21,3 grados centígrados y la bajó un poco para no agotar los acumuladores de calor. En el camino a la ducha vio desde la cristalera del salón una brasa arder en los alrededores del garaje; Nacho fumaba y seguía hablando con Tina. Roble arrugó la nariz pensando en los olores que se podían filtrar desde el garaje, pero cayó en la cuenta de que tampoco el garaje tenía cuarto de baño propio por lo que quizás el olor a humo podría ser, en poco tiempo, la menor de sus preocupaciones.

Se volvió y se duchó. Trató de no pensar en Ainhoa y en su muerte mientras se encontraba en el país de las Maravillas. No lo consiguió.

Descartes

Algún ruido despertó a Roble. Abrió los ojos y sólo percibió una claridad débil. Muy lejos todavía del amanecer y de la incorporación al turno.

Se levantó y encendió el ordenador en el salón, dejando la casa a oscuras. Sólo la pantalla iluminaba el teclado, con las letras impresas perfilándose con un brillo plateado.

Hizo una ronda por todas sus redes sociales. Ventas de libros: nulas el día anterior. Tendría que sacar un libro nuevo con rapidez y no estaba avanzando con “Mi vecino coleccionaba motosierras“, título todavía de trabajo. Apuestas sobre el asesinato de Ainhoa. Todos los candidatos habían bajado, nadie se pagaba más de cinco a uno. Jože había desaparecido, Demelza había bajado mucho y se acercaba a Tina.

Y había un tío en su garaje.

Y alguien estaba llamando a la puerta. Con los nudillos. Se sobresaltó con el sonido que nunca había escuchado antes en esta casa. Todo el mundo pasaba las pulseras con chips NFC por la placa que, además, permitían identificar de quién se trataba. Bueno, y luego estaba Demelza que se saltaba el sistema directamente. Sin embargo, no le acabó de sonar mal el golpe de algo sobre una sólida puerta metálica. También tenía su ID implícito: golpes rápidos, nerviosos, con cadencia que iba en aumento. Tuvo que abrir, claro, porque no había forma de saber quién era si no habían usado la pulsera.

Roble se puso un batín y unos calcetines de escalada para salir a abrir la puerta.

Decir que no esperaba ver lo que vio no era totalmente cierto, porque el usar un método tan poco convencional había hecho totalmente impredecible lo que pudiera haber al otro lado de la puerta. Pero se encontró a una persona que aparentaba tener 10 años más que él. No llevaba abrigo, sino un traje de chaqueta, aunque llevaba una camisa gris y no llevaba corbata. iba despeinado, los ojos muy colorados, y daba saltos sobre el sitio. Tenía los brazos cruzados, pero movía las manos para rascarse o restregarse los codos, compulsivamente.

—Oye… -, le dijo a Roble, y se volvió para mirar por detrás de Roble; luego torció la cabeza y, con un leve temblor, miró detrás suyo.

Roble tardó un instante en comprender que sería un cliente de Nacho. Que, al parecer, se había montado el chiringuito en su casa. En su garaje, concretamente.

Roble señaló a su izquierda y le indicó.

—Por ahí. Garaje -, dijo, y cerró la puerta.

Inmediatamente envió un mensaje de voz a Demelza. Es posible que Demelza no lo escuchara correctamente, porque a mitad de la grabación retumbaron en toda la casa los golpes en la puerta metálica del garaje. Que duraron todavía un rato.

Roble ya no pudo irse a dormir de nuevo. Pensó que era el momento preciso para comprar unos cuantos drones de vigilancia perimetral. Los encontró a buen precio y con garantías de envío en una web israelí. En la web profunda encontró otro sitio que recepcionaban el pedido de los drones y los armaban con lanza dardos-flechette, perdigones o láseres de potencia suficiente como para chamuscarle el pelo a un caniche. O a un cliente de Nacho insatisfecho con el propio Nacho y, de camino, con su casero. Fueron una buena cantidad de bitcoins gastada en un rato.

Se abrió una ventana en el ordenador para indicarle que Demelza estaba en la puerta.

Visitas a horas intempestivas

Roble se sorprendió de que Demelza hubiera decidido usar el método convencional de llamar a la puerta, al menos por esta vez. También de que hubiera tardado tan poco en llegar desde su mensaje. O estaba muy cerca, o corría mucho. O tenía moto.

Efectivamente, llevaba el casco en la mano, un casco cromado y brillante que reflejaba las luces plateadas de la calle y el cielo. La moto, también customizada para tener todas las superficies expuestas, hasta los tapacubos, cromada, formaba un juego de espejos con el casco y la propia Demelza, con un efecto hipnótico.

Y también excitante. Demelza se quitó la cazadora de cuero gris metal para revelar una camiseta de tirantes de lycra color cobre. Entre los pechos y colgando de una cadena de metal mate, un tornillo plateado. Y en todo esto Roble tardó la cantidad de tiempo suficiente como para que Demelza, entrara y cerrara la puerta y se quedara, en jarras, contemplándolo.

—¿El caballero va a comprar o sólo quiere mirar?

Roble se le acercó y la asió por la cintura con la intención de llevarla a la cama en brazos. No lo consiguió; cayeron los dos al suelo, besándose y tocándose en todos los lugares que los grados de libertad de sus manos permitían, todavía vestidos.

No tuvieron tiempo de ponerse la máscara esta vez, aunque Demelza no perdonó el condón piezoléctrico. Roble estaba por preguntarle dónde los conseguía, pero al terminar recordó por qué la había llamado. Y también llegó a las capas superiores de su conciencia el hecho de que tenía una moto.

—Tienes moto -, le dijo Roble.

—Sí, pero no te preocupes. Le he quitado todos los dispositivos de seguimiento. Todos los que no son de Kevin, claro -, le contestó Demelza, riéndose y recogiendo su ropa del suelo, camino de la ducha.

—¿Qué dispositivos?

—Bueno, ya sabes. Chismes -, contestó, ya desde la ducha.

No es que fuera extraordinario que los vehículos tuvieran pegados dispositivos que permitieran seguirlos. Aparte de las señales Bluetooth o WiFi que emitían y que podían detectarse cuando pasaban por algún sitio, algunas empresas ponían chips en sus pegatinas para poder saber cuando un cliente volvía o pasaba cerca del comercio, para poder enviarle ofertas o hacerle encuestas de satisfacción. Algunas compañías de seguros obligaban también a llevarlos, para poder saber dónde se había situado un vehículo en el momento del siniestro. Y, con tanta baliza que revelaba tu situación en el mercado, eventualmente casi cualquiera podía comprar una y ponérsela a alguien para entretenerse sabiendo por dónde iba Mengano o Zutano en el momento que su torrente de mensajes sociales se hiciera demasiado anodino. Era tan normal encontrárselos pegados debajo del guardabarros de un coche, moto o bicicleta que la gente ya no le daba importancia. Lo despegaba y lo tiraba o lo vendía por Internet. Y no la tenía, pensó Roble. Salvo cuando efectivamente la tenía.

—¿Cuándo? - preguntó Roble.

—¿Cuando qué? - el laconismo de Roble hacía que fuera complicado, a veces, recuperar el contexto.

—Las quitaste.

—¿Las quité? Bueno, el día de, ya sabes, lo de Ainhoa, la moto estaba en el garaje, así que el día después…

—¿En el garaje? - preguntó Roble.

Roble pensó que era muy fácil poner dos detectores en las rampas de entrada a los garajes para saber si un vehículo había entrado o salido. Y, de esa forma, saber, en general y con cierta precisión, si una persona estaba dentro o fuera. Lo difícil es ponerlos con precisión y difíciles de detectar. Podían haber estado a plena vista, de hecho. Porque la científica no había mirado ahí.

—Cuéntame -, dijo Roble. Demelza no había contestado. No parecía estar pensándose la respuesta, aunque sí pensando algo. Roble se sorprendió por ser capaz de notar estas diferencias.

—Había uno que…

—No. Todo. - dijo Roble.

Y Demelza le explicó todo. Cómo, cuando se iba con alguien y no tenía una historia plausible para cubrirlo, dejaba la moto en el garaje para que Kevin creyera, o aparentara creer, que se había quedado allí todo el tiempo, como con el tema del sujetador, que a veces prestaba a Tina, aunque le quedaba muy grande, se reían mucho…

—Tina no salía mucho, no tanto como yo, está muy orientada a su trabajo, ya sabes, la investigación y eso, vale, vuelvo al tema, al día siguiente de lo de Ainhoa, cuando decidí desaparecer o más bien mudarme virtualmente, que es curioso que mucha gente diga, desaparezco, pero a qué pocos se les ha ocurrido mudarse, es que es complicado, decían los amigos de Kevin, y caro, también, pero a mi, ya sabes, bueno, el tema es que había un chisme, uno baratuno, vietnamita, debajo del guardabarros delantero, cualquiera podía haberlo puesto, lo arranqué con una cucharilla y lo tiré a una papelera, así que ahora ando por Lituania, y la moto, bueno, la moto igual la ven, pero los amigos de Kevin creen que si no la sigue nadie salvo Kevin, que dice que es seguro, no es probable, aunque me han dicho que si veo algún dron mucho que cambie de ruta, quién sabe…

—Vamos -, dijo Roble.

—¿A dónde?

—A la papelera.

La búsqueda del bicho

Roble montó en la moto de Demelza para recorrer el kilómetro escaso que los separaba de la papelera donde había depositado el chisme de seguimiento que había encontrado en la propia moto. El casco que le prestó era uno de lo más vulgar y Roble era consciente de ello. Como era consciente de que, al salir de la casa en dirección a la carretera de la Sierra, Nacho se había quedado allí, en el garaje. O fuera de él, pero listo para volver en cualquier momento.

Eran las cinco de la mañana y Granada se despertaba de pequeñas maneras. Un improbable autobús de turistas japoneses subía hacia la Alhambra, seguido por taxis llenos de deudos camino de encuentros esperados y algunos inesperados alrededor de un cadáver de cuerpo presente en el cementerio, seguidos a su vez por bicicletas prudentes evitadoras del tráfico intenso de la luz del día esforzándose en escalar la cuesta y por coches que bajaban de hacer cosas sólo confesables a través de todas las redes sociales en el llano de la Perdiz. El nuevo hospital, al final de la cuesta, que sería nuevo por años sin término, era una mole blanca que empequeñecía el hotel Real de la Alhambra, justo al lado; los dos se aparecían como faros que mostraban, al final de la carretera de la Sierra, el camino a los turistas en busca de nieve a su derecha o historia a su izquierda.

Estaban enfilando la curva a la vista del hotel Maciá cuando un agente les salió al encuentro, haciéndoles indicación de que se pararan a su derecha. “Joder“, pensó Roble, repetidamente.

Eran policías locales que habían montado un pequeño control. Buscando.

—Por favor, desciendan del ciclomotor - les indicó uno de los agentes, cubierto de una gruesa cazadora y con la boina calada hasta más allá de las orejas. Hacía mucho frío y su compañero pateaba el suelo buscando un aumento de la temperatura por sacudida molecular, o simplemente sustituir la sensación de frío por la de un golpe.

Demelza no dijo nada. Se bajó y rebuscó debajo del asiento los papeles. Roble se quedó allí, con las manos enfundadas en los bolsillo, pensando en si hacer valer o no la carta madero y decidiéndose por no hacerlo. Demelza lo miró y él se encogió de hombros, fue su forma de hacérselo saber.

Los agentes llevaron a cabo la liturgia de identificación de vehículo, conductor, hablando por la radio en voz baja, separándose y haciendo una serie de gestos principalmente encaminados a que los detenidos se pusieran nerviosos sin razón alguna. El otro agente trajo el alcoholímetro y le hizo soplar a Demelza. Eso ya fue demasiado para ella.

—Pero ¿qué diablos pasa? - dijo Demelza, bajando la voz a la segunda sílaba de “diablos“, cayendo en la cuenta de que igual no era la forma más adecuada de dirigirse a un agente de la ley; miró a Roble cuando acabó de decirlo y éste le hizo un gesto.

Los municipales no contestaron inmediatamente. Se llevaron el alcoholímetro, anotaron en una tableta algo, siguieron afanándose yendo y viniendo y preguntando cosas por la radio y buscando cosas en la tableta; también paraban a otros conductores, un coche, dos bicicletas, una moto más, que se quedaban, ateridos, esperando que les tocara el turno de ser procesados.

Finalmente se dignaron a hablar con ellos.

—Pueden circular -, les dijo uno de los agentes. Demelza y Roble se dirigieron a la moto -, no, en la moto, no -, dijo y miró al otro agente, que le dirigió un gesto que seguramente querría decir “siempre pican“ -, ésta queda inmovilizada por incumplir la ordenanza municipal de ruidos y sonidos.

Roble se sorprendió. ¡Pero si era eléctrica y no emitía más que un zumbido!

—Agente, si no… - empezó a decirle Roble. Pero el agente no le hizo caso y continuó.

—Si, cuando la recojan del depósito municipal, no la llevan de forma inmediata a un concesionario autorizado que la dote de alguno de los sonidos obligatorios para ciclomotores de esta cilindrada, tendrá que abonar una multa adicional -, dijo, y señaló con el dedo a Demelza-, y podremos volver a inmovilizarla.

Roble abrió la boca y miró a Demelza, que estaba echándose ya a andar, alejándose de la escena, con el casco debajo del brazo.

—¡Espere! -. dijo el agente; Demelza deceleró un poco el paso para que el agente la alcanzara, pero no llegó a pararse. El agente tuvo que dar una carrerilla y le alargó un papel - Puede abonar la multa -, dijo, parando para recuperar el resuello -, cuando desee pero usté verá, hay un descuento por pronto pago.

Demelza le arrebató el papel de las manos y se lo metió en un bolsillo, arrugado. Roble dio unas zancadas y se puso a su altura.

—Es que no puedo soportar los sonidos que venden, qué quieres que te diga. Y además, no encajan con el tuneado. Cualquiera que le meto me pone de los nervios. Así que va sin sonido y si me tienen que poner una multa, la pago y listo.

Roble siguió andando, ahora un paso por delante de ella. No estaban lejos de la casa de Demelza, donde había sucedido el asesinato. Un minuto más tarde pasaron por delante de ella, todavía precintada, en busca de la papelera, colgada en una farola muy cerca del bar donde, un par de días antes, Roble se había tomado un café con Tina. Detrás de ellos, el cielo tras Sierra Nevada comenzaba a azulear de forma imperceptible, haciendo destacar las montañas como ausencias en él.

Demelza se paró delante de la papelera; Roble la miró durante un momento, como pensando si había un app para interaccionar con ese tipo de artefactos físicos, y la despegó de su soporte. Le quitó la tapa de plástico de color naranja y vertió su contenido en la acera. Un anciano en zapatillas, bata y gorro militar ruso que paseaba a su perro lo miró con gesto desabrido. El perro, sin embargo, se acercó moviendo la cola a olfatear el montón de basura del suelo. El gesto desabrido y los tirones de la correa se los llevó el perro.

Roble suspiró, se arrodilló y empezó a coger cosas del montón del suelo. Los sacudía y volvía a meterlos en la papelera, que había vuelto a enganchar a su soporte, pero se paró en cuanto que llegó a algo húmedo y pegajoso, agarrándolo con dos dedos y echándolo, en un arco preciso, a donde había procedido. Se levantó y se sacudió con energía las rodillas mientras pensaba la forma de lavarse las manos a esas horas. Mientras tanto, Demelza continuó su labor quitando del montón bolsas con contenido rezumante, papeles desgarrados, una batería de un móvil, restos de tela, bolsas de plástico vacías, cuatro yogures todavía enganchados en su pack y con fecha de caducidad en el futuro, un resto de un sandwich de Nocilla con los bordes del pan recortados cuidadosamente, y, finalmente, nada.

Demelza se levantó y sacó un frasquito de colonia de su bolso; se echó un poco en las manos y se restregó vigorosamente. Un olor a infancia y a multinacional del cosmético se trató de imponer al olor grasiento que había dejado la pila de basura en la acera. Miró a Roble.

—Tu garaje -, dijo éste.

—¿Por qué? Si no podemos entrar en la casa -, dijo Demelza. - Bueno, igual tú sí.

Roble emprendió el camino de vuelta al lugar del crimen, dejando a Demelza con la tapa de la papelera y unas ganas terribles de darse una ducha. Demelza miró a los bares a ambos lados de la calle, pero todavía no habían abierto, así que se siguió a Roble, unos pasos más atrás. La rampa de entrada al garaje, que estaba a la izquierda de la puerta de entrada, allí lo alcanzó. Roble, brazos en jarras, lanzaba miradas a paredes y techo, aparentemente al azar.

—¿Qué hay que buscar? - preguntó Demelza.

—Cualquier cosa -, contestó Roble.

—¿Cualquier cosa como? -, preguntó Demelza.

—Cualquier cosa -, respondió Roble.

Demelza miró a la rampa de su garaje. Tenía sólo unos metros de profundidad desde la pared que daba a la calle, y sólo descendía un ángulo pequeño. La pared de la rampa estaba pintada de rojo y pintarrajeada en negro y azul, siguiendo el principio granadino de que una pared sin pintadas era una pared desnuda. Había un detector NFC para abrir la puerta, unido por un cable que salía verticalmente de él, llegaba al techo y continuaba, en el ángulo entre pared y techo, hacia el interior del garaje.

Mientras Demelza deconstruía las paredes de la entrada a su garaje, Roble ensuciaba sus pantalones Oliver Spencer con el cieno de grasa y polvo que había en el suelo de la rampa; pasaba el móvil por las esquinas y lo movía, sistemáticamente, hacia arriba en la pared.

Demelza siguió mirando de forma dispersa, a esta pared, a aquel techo, a la farola que había a la derecha de la salida y que tanto le fastidiaba, cuando, distraída, olvidaba que se encontraba ahí y enfilaba la rampa en diagonal. A los papeles con chips NFC que había pegados en la farola y que le hacían saltar anuncios en su móvil cuando pasaba por allí, ofreciéndole alquiler de pisos en esa zona, masajes y cerrajeros 24 horas.

Pero Roble se había fijado, especialmente, en un desconchón en la pared de la izquierda de la rampa, a la altura aproximada del pecho. Miró hacia su derecha y bajó por la rampa. Se paró muy cerca de la puerta y se fijó en otro desconchón, más o menos del mismo tamaño y más o menos a la misma altura. Demelza había sacado ya el móvil y estaba escribiendo cosas en él.

—¿Los has visto? - preguntó Roble, señalando en secuencia, con el índice, a los dos desconchones.

—No -, contestó Demelza -, bueno, ahora sí. Y ese, y ese, - dijo, señalando a diversos desconchones de formas irregulares por toda la rampa y en la misma puerta - y todos esos roces de ahí, que ahora que lo pienso, si estamos solas en el bloque, ¿quién coño…?

Pero Demelza captó qué hacía especiales a los desconchones que indicaba Roble. Cada uno de ellos tenía una forma aproximadamente circular convertida en estrella por los bordes irregulares, pero con una pequeña cavidad de la misma forma excavada en la pared. Roble había visto que el resto de los desperfectos eran simplemente descamaciones superficiales de la pintura o roces que dejaban rayajos del color de lo que los hubiera producido. En esos dos parecía que alguien hubiera hecho un hueco para esconder algo, lo hubiera tapado con pintura y luego lo hubiera retirado.

—Muy pro -, dijo Roble.

Demelza lo miró, pero su imaginación no le mostró más que dos desconchones similares, a una distancia del suelo específica y de forma peculiar. Lo que, posiblemente, podía deberse a la profesionalidad del trabajo. Roble coligió que una vez enterrados ahí dos sensores quien recibiera la señal podía deducir cuando un vehículo entraba o salía por el orden por el que pasaba por las balizas. Y no había muchos más vehículos en el garaje. Ninguno, de hecho.

Y de ahí, Roble dedujo que alguien que se dedicaba habitualmente a la caza y asesinato había estado siguiendo los movimientos de Demelza. Y alguien más, menos profesional, por la baliza que había encontrado la propia Demelza en la moto. El menos profesional podía haber sido Ainhoa, pensó Roble. Y el más profesional, el asesino. O asesina. O asesinos. Y en cualquiera de las hipótesis, Roble no sabía por dónde empezar a buscarlos. Pero al menos sabía que no era Tina, ni Nacho, ni ninguno de los que habían aparecido en las apuestas hasta ahora. Por lo que tendría que estar atento por si aparecía alguien más.

Interrogatorios posiblemente superfluos

Eso era lo que pensaba Cecilio según iba a visitar a su primer estudiante. Había quedado con él en la cafetería de la Escuela de Arquitectura de la universidad; precisamente había elegido a ese estudiante en particular porque era la facultad que estaba más cerca de la comisaría, unos minutos.

El edificio donde se hallaba la escuela lo conocía desde que había ido allí para tratar, inútilmente, de librarse del servicio militar. Por donde estaba ahora la cafetería, o en los aledaños, miles de jóvenes habían intentado hacerse dueños de su tiempo futuro inventando dolencias que, a veces lograban incluso vencer al experto escrutinio de médicos militares, versado en dolencias inventadas o efímeras, y otras veces, no. En el caso de Cecilio había sido que no. El truco para aplanar pies y librarse por pies planos, era simplemente inútil. La infelicidad de saberse abocado a la vida militar durante unos meses, sin embargo, no le duró mucho: cuando le tocó, trató de ser lo más feliz posible dentro del destino que le habían asignado, de policía militar en la base de Armilla, y lo logró. Y la experiencia policial le marcó, más adelante, el destino.

El aspecto que ofrecía ahora era bien diferente al blanco grisáceo de entonces, gris militar pero también de suciedad. El olor a formol que detectaba era posiblemente fruto de la imaginación. En realidad, olía a café, a fritanga quizás filtrada desde los bares de tapas del Realejo y a sudor matutino. Muchos chavales con mochilas, algunos algo más mayores también con mochilas y bandoleras que podían ser profesores o posiblemente de la tuna, pero nadie que reparara en él más que lo necesario para evitar colisiones sin levantar la vista del móvil y a veces ni eso. Alguno de ellos podía ser Daniel Maldonado. No sabía qué pinta tenía el chaval, que estudiaba segundo del grado en Arquitectura, pero imaginó que no sería difícil encontrarlo. Alguien solo esperando sentado en una mesa, por ejemplo. Y mirando con ansiedad el reloj.

Había muchas personas solas en mesas, sobre todo hombres; mujeres, ni una. Le preguntó al primero que vio, que le contestó con una mirada larga y un no breve. Probó con otra persona que, aparentemente, estaba meditando sobre la vida o los puentes de Calatrava sobre un café, y este ni siquiera le contestó.

Decidió cambiar de táctica preguntándole al camarero que se afanaba pastoreando vasos camino del lavavajillas a ver si lo conocía, por nombre. El camarero lo miró y le contestó, mientras se inclinaba a llenar el lavavajillas:

—Hay mil estudiantes en esta escuela. De esos, la mitad más o menos son tíos. Conozco al tío que juega al mus todas las tardes por el nombre Tío que juega al mus todas las tardes, al mijicas que pide media de leche caliente de soja y media de leche semidesnatada fría al que conozco, sí, efectivamente, por ese nombre y al que viene cada vez con una tía diferente, al que conozco por Qué-cabrón. Daniel podía ser ese o ese o ese -, dijo el camarero, señalando diferentes mesas -, o todos los de ese grupo que entra por la puerta.

Grupo que se dirigió directamente a él. Con cierta parsimonia.

Todos los policías hacen, en la academia, entrenamiento antidisturbios. No sabes en qué unidad te va a tocar, así que hay que prepararse para todo. Sí, también para cabalgar. Si un grupo numéricamente superior se dirige a ti, hay que mantener la línea con los compañeros o echar mano de las pelotas de goma. Que no tenía en ese momento. Y que además estaban prohibidas en según qué casos. Así que le tomó querencia a la barra y puso la mano cerca de un servilletero. Por si acaso.

Efectivamente, el grupo de seis personas, cuatro chicos y dos chicas, lo rodearon, con los extremos del semicírculo tocando la barra, donde se acodaron, cerrando toda huida posible. Cecilio hizo como que iba a coger una servilleta para agarrar el servilletero.

—¿Eres Cecilio, el made… el policía? - le dijo el que se situó de forma matemáticamente imposible en el centro del semicírculo de seis personas. Su postura, con la cabeza ligeramente inclinada, tratando de mirar a Cecilio desde arriba sin conseguirlo y su voz atiplada formaban una combinación si no cómica, al menos poco natural.

—Sí. Buenas tardes -, se echó la mano al bolsillo de la chaqueta y se sacó la placa -, digo, buenos días.

Le mostró la placa al que le hablaba y la pasó a la altura de algunos ojos, y un par de palmos por encima de otros de ellos, del semicírculo que le rodeaba. El sacar la placa hizo que alejara la mano del servilletero. Todavía no estaba muy seguro de que no se arrepentiría un poco más adelante. La efectividad de la placa como proyectil estaba todavía por probar, pero si a los inspectores les dotaban con pistolas aparte de con placas, por algo sería.

—Soy Eulogio Navarro, asesor legal personal y community manager de Daniel Maldonado. Aquí presente -dijo, señalando a un chaval con el pelo rubio, rizado, en uno de los extremos del semicírculo. Eso aclaraba la filiación de al menos dos de ellos. El resto seguían siendo Juan y Juana Nadie. Eso sí, muy en su papel de tales.

Le alargó a Cecilio una tarjeta con unas imponentes inscripciones hechas don letras de diferentes tamaños y tipografías que él leyó alzándose las gafas: Eulogio Navarro Bofill, COMMUNITY MANAGER, COACH, ASESOR PERSONAL EN TEMAS LEGALES, MINDFULNESS, DISEÑO WEB, ECOMMERCE, todo ello en diferentes colores y colocado en horizontal, vertical y en dirección de otros cuantos puntos cardinales. ASESOR PERSONAL EN TEMAS LEGALES era el fragmento que tenía un tipo de letra más pequeñito y un color más desvaído.

—Sólo… sólo quería hacerle, a él - dijo, señalando a Daniel, que se estremeció ligeramente y se movió perceptiblemente hacia atrás, amenazando con romper el círculo - unas preguntas. Sobre una fiesta a la que asistió -, dijo Cecilio.

—Un momento -, dijo Eulogio, extendiendo la mano abierta mostrándole la palma a Cecilio. Sus dedos se plegaban en ángulos imposibles, pensó Cecilio. - Todavía no estoy grabando esta entrevista. Porque entiendo que mi defendido no está imputado y que se da por sobreentendido que declara voluntariamente, pero para proteger sus derechos creo que es conveniente grabar esta conversación. O entrevista.

—Bueno, sólo eran unas preguntas… - dijo Cecilio.

—¿Estamos de acuerdo, sólo digo, estamos de acuerdo en que es una entrevista? - preguntó Eulogio.

—Sí -, contestó Cecilio, cuyo cerebro madero primitivo, que es una parte del cerebro, quizás cercana al cerebelo, que impulsa a todo policía a resolver cualquier situación como lo haría Clint Eastwood, le estaba mandando mensajes del estilo de “suéltale un par de hostias y lo dejas listo“. Por lo pronto y mientras tuviera el servilletero cerca, esa parte de su cerebro madero primitivo estaba bajo control.

Eulogio los dirigió hacia una mesa. Cecilio miró al servilletero alejarse. El resto del comité, o comitiva, o simplemente turiferarios, se afanaron en mover otra mesa hasta situarla junto a la primera. Eulogio se colocó en uno de los extremos, con Daniel y Cecilio situados a cada uno de sus lados. Por supuesto, los asientos los asignó Eulogio.

—Bien, eh, Daniel, te quería preguntar… -, comenzó Cecilio.

—Un momento -, dijo Eulogio, levantando un dedo y echándose la otra mano al bolsillo.

A Cecilio le vibró el móvil en ese momento y se echó la mano al bolsillo para extraerlo de ahí y mirarlo. Los tres adláteres se levantaron y apartaron bruscamente de la mesa y tanto Daniel como Eulogio alzaron los brazos; Eulogio llevaba en uno de ellos el móvil.

Estos chicos veían demasiadas películas de John Woo, pensó Cecilio. Movió la cabeza en un gesto equivalente a un “Afú“ y miró el mensaje. Marisol le decía que se pusiera en contacto con ella. No había ninguna palabra clave que indicara urgencia ni premura ni nada por el estilo, así que puso el codo sobre la mesa y la barbilla sobre la mano en un gesto de soportar con paciencia lo que se le viniera encima.

—Un momento. Antes de decir nada, voy a grabar esta conversación en vídeo y audio sincronizados -, dijo ahora, Eulogio, que se había vuelto a sentar, aunque había aumentado su distancia a la mesa.

Cecilio abrió la boca para advertirle que podía ser delito publicar imágenes de agentes de policía, pero prefirió callarse. O lo sabía, o no lo sabía. Si no lo sabía y lo hacía, podría meterle un paquete con todas las de la ley. Que no era otra cosa lo que su cerebro madero le decía que hiciera en ese momento. Y el otro empezaba a estar de acuerdo. Eso, y una hostia. Dos, una del derecho y otra del revés.

—¿Podemos empezar? -, preguntó Cecilio.

—Proceda -, contestó Eulogio. Por el momento no se había registrado del tono de voz de Daniel, que había sacado de algún sitio una botellita de agua y tomaba sorbitos, con los labios fruncidos. Llevaba una camisa roja con las solapas fuera del jersey de cuello de pico, de color rosa y de alguna de esas marcas pijas que a veces le pedían sus hijos, con nombres de tío guiri. Paul Hilfiger o algo de eso. Efectivamente, ahí tenía un logo. Parecía bueno, no tenía pelotillas y además evitaba colocarlo sobre la mesa, que, como toda mesa de bar, estaba cubierta de migas y sustancias pegajosas diversas, producto de horas o a veces días de no ser mancilladas por la bayeta.

—El día de la fiesta - , comenzó Cecilio, - tú…

—Mi cliente ni afirma ni niega haber estado en la fiesta -, dijo Eulogio.

En ese momento volvió a vibrarle el móvil. Lo había dejado en el bolsillo de la camisa, así que tuvo que sacarlo inmediatamente, antes de que su vibración afectara a la tetilla.

Era Marisol, y ahora sí llevaba la palabra clave.

Se levantó y se fue sin despedirse. Ya le pediría a la jueza que citara al tal Daniel en el juzgado. Se imaginaba a la media docena mirándolo con cara de asombro. Mejor pensado, no podía imaginarse lo que podía pasar por la cabeza ni estar haciendo ninguno de ellos en ese momento. En realidad, estaban los seis escribiendo mensajes de Whatsapp en el móvil.

Otro punto de vista

Roble se despertó cuando ya el sol pegaba con fuerza en las cortinas cerradas, dejando su habitación en una claridad en la que se podía vislumbrar a la aspiradora Roomba buscando ansiosamente un enchufe y esquivando la ropa que ni siquiera había tenido tiempo de dejar plegada en el galán de noche. Mal.

Había soñado con unos drones con forma de tetera que lo perseguían y le echaban té hirviendo, que él probaba y encontraba demasiado dulce. Se había levantado con unas enormes ganas de mear, debido a eso, claro. O al revés. Se fue al cuarto de baño y empezó a pensar en asesinos profesionales y en Demelza e inmediatamente cayó en algo. Nacho.

Con una copa de café en la mano, llegó hasta la puerta del garaje. No sabía si abrirla o no. Llamó y no contestaron. No sabía si abrirla o no, de nuevo. Volvió a llamar. Cuando volvió a no decidirse sobre si abrirla o no, se dio cuenta de que había entrado en un bucle infinito que decidió romper abriendo la puerta.

No había nadie. Además, había dejado las cosas más o menos como estaban al principio, sin que formaran una especie de cubículo para abrigarse. Tampoco había mantas ni objetos personales.

Roble sonrió. Levemente, claro. Volvió a pensar en asesinos y en Demelza. Y luego cayó en que no le habían devuelto el mando del garaje, así que dejó de sonreír.

En el círculo de la droga

Marisol lo esperaba en su despacho, situado en la comisaría provincial, Vestía una camisa de leñador y pantalones amplios, con bolsillos. No estaba sola. El Cabra Loca estaba con ella, fumando, vestido con una sudadera y un pantalón similar. Se ve que era el modelo estándar de los drogas. Había otra persona, un lechuguino con traje y con pocas trazas de ser de los alrededores; ni Marisol ni el Cabra Loca, en realidad, lo eran, pero habían acabado asimilados culturalmente.

—Cécil, este es - dijo Marisol, un nombre que Cecilio no entendió y/o olvidó inmediatamente, nombre de persona importante -, de la UDYCO.

UDYCO, esas eran palabras mayores. Gente de la que Había Que Hablar Con Mayúsculas. Los que se vigilaban con drones los paquebotes procedentes de Irán y Colombia y los ametrallaban sin compasión, dejándolos a la deriva hasta que la unidad correspondiente los remolcaba hasta puerto, donde un juez estrella se hacía la foto con los fardos de farla.

La persona importante le estrechó la mano.

—He venido inmediatamente en el avión de esta mañana para investigar la muerte por MXE. Es el primer caso que conocemos.

Cecilio miró a Marisol.

—No, si no… - dijo Cecilio.

—No se preocupe. La investigación queda en nuestras manos -, continuó. - Se trata del primer caso de sobredosis, creo.

—No, si ya le digo que … - dijo Cecilio.

—No quiere decir que no tengamos experiencia, ha habido casos similares con K, y al parecer los canales que siguen son…

—Lavín, compae -, dijo Cecilio-, ¡que ha muerto de una cuchillá, cojones!.

El lechuguino se quedó mirando a Marisol y al Cabra Loca que, en ese momento, miraba las volutas de humo que salían de su boca.

—Entonces, ¿el MXE? -, dijo el lechuguino

—Venga, colega. Vámonos de tapas, que es a lo que has venido, cabroncete - le dijo el Cabra Loca, cogiéndolo del brazo y sacándolo por la puerta.

Marisol se quedó sentada, mirando a Cecilio.

—Es que no se enteran, estos de los Madriles. Le hablas de muerta y eme, y es que todo se le lía…

—Pero ¿el caso ha pasado a su unidad? -, preguntó Cecilio a Marisol.

—No, pero se ha informado a la jueza que está pensando en hacer una pieza separada para el tema de la MXE. Ya me ha estado contando este, antes de que tú llegaras. ¿Dónde andabas, tío? Te he mandado varios mensajes.

—En la universidad - contestó Cecilio -, con…

—Buscándote a ti mismo, como los americanos -, dijo Marisol, echándose a reír y mostrando las arrugas en la frente y alrededor de los ojos.

—No, encontrando a un gilipollas acompañado. No me hables -, contestó Cecilio.

—Sí te hablo, porque te he llamado para eso. M. -, dijo Marisol.

—Sí, cuéntame -, dijo Cecilio.

—No, cuéntame tú. Es tu muerta-, le contestó Marisol.

—De una cuchillada. El M no tiene nada que ver. Podían haberle encontrado en las venas piononos o calimocho, pero la muerte fue de empacho de plomo. O de lo que estén hechos los cuchillos esos suecos.

—¿Suecos?

—Sí, como en los libros de milenio. Que tampoco tiene nada que ver con el asesinato, Marisol -, dijo Cecilio.

—O sí, Cécil. A ver si te suena esto: no tiene signos de lucha. Y ha sido violada. Le dan la mandanga, se la cepillan y luego, si se despierta antes de tiempo, se la vuelven a cepillar, esta vez definitivamente -, dijo Marisol.

—Coño, Marisol, que yo veo más series de polis que tú y eso no pasa por aquí nunca. Además, ni violación ni actividad sexual de ningún tipo. Una verdadera monjita -, dijo Cecilio.

—Mejor me lo pones, Cécil. La drogan para que no chille ni dé por culo y se la ventilan. Con piononos, no es lo mismo Si acaso, se habría muerto más gorda de lo corriente -, dijo Marisol, y se volvió a reír. Cecilio corroboró que se seguía riendo mucho y por un momento quiso reírse con ella. No lo hizo porque tenía razón y no se le había ocurrido. En un crimen no se trata sólo de averiguar quién es culpable directo. También quién lo supo y no lo denunció, quién ayudó a que sucediera o incluso quién se deshizo del cadáver. Si averiguas primero quién es el asesino y se muestra hablador, genial. Pero a veces es quien le prestó el coche a un amigo que fue a comprar pan a la panadería donde iba el asesino quien proporciona el hilo del que se acaba sacando toda la historia.

Cecilio no contestó.

—Entonces, ayúdame. ¿Quién la vende? ¿Quién la compra? - dijo Cecilio.

—No, ayúdame tú, Cecilio. Tú me rascas la espalda y yo te la rasco a ti. En sentido figurado, claro -dijo Marisol. - Vamos a ver si la UDYCO nos echa una mano, porque ya te digo que no sabemos quién la mueve por aquí. Suelen ser orientales. Chinos y coreanos. Pero coreanos por aquí hay pocos. O ninguno. Así que no sé decirte; ni idea, de veras. Yo busco por ahí y tú…

—Yo ya sé, Marisol, no hace falta que me lo digas. El entorno de la muerta, amistades, contactos, todo eso.

Marisol se levantó de su sillón y se le acercó para darle un par de besos.

—Quedamos en eso, Cécil. Venga…

—Venga, guapetona, que estás cada vez más guapetona.

—Sí, eso dicen mis gatos - dijo ella, volviendo a su sillón.

Las páginas amarillas

Roble pensó que el que se tratara de un profesional simplificaba mucho el resto de la investigación. O, por decirlo de otra forma, la cerraba. Porque un verdadero profesional no se dejaría coger tan fácilmente, así que Roble podía dedicarse a temas más creativos o pecuniarios. Que podían ser lo mismo. Porque, siendo realistas, no tenía la más mínima oportunidad. Si tuvieran la apariencia física, quizás. Pero no tenían ni eso.

Pero eso no quería decir que no pudieran tenerlo. Desde el primer día sus duendes de la web profunda habían estado etiquetando las imágenes que tenía de la fiesta. Rostros en el marasmo de detrás de un selfie, personas que sostienen un cigarro en una mano y una copa en la otra y que se entrevén entre una oreja y otra, vídeos panorámicos sin ton ni son que recorren una multitud y se quedan con la primera fila y con la segunda. Ya tenía una lista de personas y ahora también tenía un perfil: un perfil profesional. Así que era cuestión de cotejar. O de eliminar, más bien.

Como tendría que eliminar el problema que habitaba su garaje. Era un poco como una caries en sus estadios iniciales. Sólo la notas de vez en cuando y el resto del tiempo no hace sentir su presencia, pero está ahí. Ahora, cuando se hace notar es cuando tienes que tener analgésicos suficientemente fuertes cerca.

Se comenzaron a oir golpes en la puerta metálica del garaje. Afortunadamente, era media mañana y no era lo más ruidoso que circulaba por el vecindario a esas horas. Lo más ruidoso solían ser reliquias ambulantes que, de alguna forma, se habían mantenido más que por su relevancia comercial, por la textura sonora que añadían a las calles de la ciudad: la camioneta que repartía las bombonas de butano, el afilador anunciando su mester por los altavoces e, incluso, una vez, la troupe calé con un miembro de la especie caprina. Escenas todas ellas merecedoras de la etiqueta #vintage y que, captadas y adecuadamente tratadas, le habían granjeado bastantes me gusta en Instagram y otras redes sociales..

Lo que no iba a conseguir con lo que fuera que estuviera aporreando la puerta de su garaje. Con insistencia. Roble pensó que no estaba preparado para esto. Los cuadricópteros tardarían en llegar y ni siquiera tenía cámaras que apuntaran hacia la calle. Y cuando uno no está preparado para un problema, lo mejor es ignorarlo. Desde su pulsera activó la aplicación de radio en un canal de trash metal, lo que ahogó cualquier ruido metálico e incluso interfirió con las ondas cerebrales de Roble impidiendo todo pensamiento y llevándolo, momentáneamente, a un estado bastante zen.

Estado zen que desapareció con la repentina pérdida de un riff, algo que causaba que la armonía metálica hubiera desaparecido. Desde su móvil, desde la cama, probó diferentes ecualizaciones. Nada, la ausencia seguía ahí. O la presencia seguía sin seguir. Apagó. Habían dejado de llamar a la puerta del garaje. Otro cliente satisfecho. O satisfecho con la existencia de la ausencia de Nacho. O ausencia de existencia. Satisfecho, en todo caso.

Y Roble no lo iba a estar menos. Por poco tiempo. El cardiómetro de su pulsera ya había detectado la aceleración del corazón inherente al estado de vigilia y estaba transmitiendo a sus diferentes apps tal hecho; estas a su vez estaban pasando al mismo estado y empezando a recordarle a Roble sus obligaciones.

Todas esas apps de estilo de vida, a su vez orquestadas por otra app que las priorizó, callaron cuando tomó un zumo de granada, garabateó en su móvil notas para escribirlas más tarde, escaneó informes de la comisaría y los subió a un sitio mientras tomaba un segundo vaso de zumo y, finalmente, para satisfacer al último, al más exigente, momentáneamente, se puso las zapatillas de deporte, cuyos chips NFC se conectaron con la pulsera, tranquilizándola y diciéndole “Eh, ¡que ya va a hacer ejercicio! ¡De veras! ¿No lo ves? ¡Se ha puesto las zapatillas!”

Había un asunto más que debería haber ocupado su tiempo. Pero no tenía app para ello. Así que no ocupó ni un minuto de su mente mientras trotaba por las cuestas pedregosas del Barranco del Abogado y sacaba foto de algún graffiti surgido en la última noche.

El correo del M

—No, no te está haciendo pesao, Cécil, pregunta -, dijo Marisol, al teléfono. - Por el momento.

—A ver. El M este, ¿quién lo lleva? ¿Cómo… cómo va? Es que no tengo ni idea por dónde empezar, Marisol, de veras -, dijo Cecilio-, afú…

—Pues por un lado -, dijo Marisol-, o por el otro -, dijo, y soltó una carcajada.

—O por el de más allá -, continuó Cecilio -, lavín, compae, que no lo veo.

—El Nacho ese. ¿No le pasó una raya? ¿Dónde la pilló? -, preguntó Marisol.

—El Nacho ese está más zumbao que una pandereta en Nochebuena. No se entera, o no quiere enterarse. Por ese lao, ná pelao,- dijo Cecilio, haciendo una pausa para ver si la broma había hecho efecto - ¿Por el otro lao?

—Pues es más jodido. Estas drogas sintéticas son jodidas -, dijo Marisol -, no es cuestión de buscar a los clanes turcos que la mueven como con la heroína, o a los nigerianos como con las pastillas, o a los españoles como con todas, va todo por Internet. Lo pides a un laboratorio y te lo manda por correo normal. Pagas como pilles y listo.

—¿Así de fácil? - preguntó Cecilio.

—Así de jodido. Vete tú a saber quién lo envía, quién lo recibe, qué pinta tiene el paquete, cuando lo hacen… generalmente vienen de Asia, generalmente los envía un laboratorio farmacéutico legal, generalmente en un paquete pequeño… Pero, particularmente, puede venir, lo pueden enviar, lo pueden empaquetar como buenamente vean. Si no fuera así, los trincaríamos siempre…

—Pero… -, dijo Cecilio.

—Menos peros y más manzanas, Cécil. Que el tema es jodido, pero ya ha ido nuestro compañero Ginés, por mal nombre el Cabraloca -, y se rió al decir esto-, a preguntarle al tal Nacho.

Trabajo que se quitaba de encima, pensó Cecilio. Trabajo inútil, además, porque ya podían preguntarle lo que fuera, que poco le iba a decir a él. Ahora, al Cabraloca, a ese sí que le cantaría hasta la Traviata.

Cabras en la puerta

Roble se acercó a su casa con los gritos y los golpes en la puerta del garaje aumentando en volumen. Sólo empezó a escucharlos cuando llegó a unos metros de la misma, cuando casi podía ver, reflejado en los cristales oscuros de la estancia principal, quién lo producía. Antes, con los auriculares Bose QuietComfort 4x, lo único que escuchaba era el sonido contundente de una batucada alternando, para cambiar de fase, con la grabación de un amanecer en algún punto remoto del Amazonas, lo que escuchan los que ya lo han escuchado todo. Pero los golpes que alguien daba con un objeto metálico en la puerta del garaje hacían vibrar el mismo aire por lo que Roble dio la vuelta a la casa.

Y se encontró con su compañero el Cabraloca que, con la culata de su Beretta, golpeaba la puerta del garaje, llamando a gritos a Nacho. Roble suponía que era Nacho porque entre veinte insultos como “drogata”, “yonqui de los cojones” y “cabrón” a veces decía “Nachito” o “Nachete”. Además, en el garaje de Roble no habitaban más “yonquis de los cojones”.

—Gil -, le dijo Roble al Cabraloca, sin ademán de darle la mano; tiró ligeramente de los auriculares, que se desprendieron de sus orejas de forma grácil y con un alejamiento repentino del sonido de una madrugada amazónica.

El Cabraloca se guardó la pistola en la sobaquera. De alguna forma y con el mismo gesto, se sacó un cigarrillo electrónico y empezó a emitir nubes de vapor. Lo que, junto con la gabardina negra, las botas de cuero y la cabellera ondulada, le daba un cierto aire cyberpunk. Si le hubieran asomado puntillas por las bocamangas habría podido perfectamente encajar en un evento de cosplay.

—¿Tú no tenías turno hoy, Roble? He visto a tu compañero en la comisaría -, le dijo Gil a Roble.

—Ignacio Salido -, dijo Roble a modo de respuesta. No sabía si él sabía que ésa era su casa. Pero sí tenía que saber, o podría saber, que Ignacio había aparecido en su investigación del crimen de Ainhoa. Soltar el nombre a ver qué sabía parecía el curso de acción más prudente, por el momento.

—No está-, dijo, sacándose el cigarro de la boca y señalando con él en la dirección general del garaje. Roble miró al garaje y Gil lo miró a él.

Era posible que se hubiera ido, pensó Roble. Lo que era un alivio. Pero quizás no se había ido del todo. Lo que no lo era. Y Gil seguía mirándolo.

Podían pasar así unas horas. Así que Roble se volvió a poner los auriculares y echó a correr en una dirección aleatoria. No sintió la mirada del Cabraloca en la espalda porque, seamos sinceros, esas cosas no se sienten.

Correos y farmacias

—¿Que quiere usted que le solicite a Correos qué? - preguntó, son una voz uniforme, la jueza al teléfono.

—Todos los envíos con origen en Asia y destino en Granada o alrededores y que procedan, o no, de un laboratorio farmacéutico, fábrica de productos médicos o particulares con algunos vínculos con alguna de las dos -, contestó Cecilio.

Cecilio se imaginaba que habría muchos. Pero por algún lado habría que empezar.

—Y háblame de tú, por favor -, le añadió Cecilio cuando fue consciente del comienzo de la frase.

—Vale. ¿En serio que quieres que le solicite a Correos eso? ¿En serio?

—Ah, y a empresas de mensajería. Todas las que pueda -, añadió Cecilio.

—A ver si lo he entendido bien. Quiere saber quién recibió esa droga. Que, al parecer, la mandan por correo -, dijo la jueza.

—Afirmativo -, dijo Cecilio. Le gustaba decir afirmativo. Incluso en casa. Cuando lo decía, toda la familia era consciente de que era policía. O de que veía muchas series en las que aparecían y decían tal cosa. En realidad, Cecilio no lo había oído entre sus compañeros, que eran más de «Ajá» y «Por supués».

—Pero ¿y si lo mandan por correo a Murcia y luego lo traen en coche? ¿O a Madrid? - , preguntó la jueza. - Es un poner.

Cecilio se quedó pensando un momento.

—Es cierto. ¿Los puede meter también en la solicitud de información?

—¿En serio? -, preguntó de nuevo la jueza.

La red

¿Por qué? Se preguntaba Roble. ¿Por qué?

Un asesino profesional es una cosa seria. Es un… bueno, un profesional. Se le contrata por una razón potente: deudas, ajustes de cuentas; una inversión potente que requiere también un retorno de inversión de acuerdo con ello.

Retorno de inversión, eso es lo que mueve el mundo. ¿Cuanto estaba invirtiendo en este asesinato? Su pulsera no paraba de vibrar. Estaba feliz con la cantidad de kilómetros corridos. A NoFlab le gustaban las cuestas. Y a él le gustaba que le librara de la grasa corporal, esa maldición que comenzaba en la treintena y ya no le abandonaba.

Su frigorífico le avisaba, por ejemplo, de niveles peligrosamente bajos de frutas y verduras frescas y lácteos. Se arriesgaba a que sus niveles de calcio descendieran a niveles peligrosos. Y él no quería que pasara eso. Usó la app del supermercado gourmet que solía usar para solicitar un envío de todo lo que faltara y dedicó escasamente cinco minutos a añadir alguna oferta del día. Guayabas. Podía ser interesante. No parecía haber ninguna baya de propiedades extraordinarias de moda últimamente, así que que volvió a pedir bayas goji, tan pasadas de moda que volvían a estar de moda.

Ya cubiertas las primeras necesidades físicas, comprobó el horario de trabajo en el móvil. Estaba otra vez de turno. Volvió a concentrarse en el resto de las necesidades físicas y de otro tipo de las que le avisaba el móvil.

Gastos corrientes

La jueza no iba a emitir ninguna requisitoria de información a Correos. Un alivio, pensó Cecilio. En caso de haberla dado, a ver cómo habría toreado ese morlaco. Un alivio también haberle colgado a la jueza, que empezó a recriminarle la falta de avance en el asunto Ainhoa. La madre había decidido, razonablemente, apartarse de las cámaras, pero ya había un presunto exnovio paseándose por platós y webs hablando de sus relaciones y de teorías conspiratorias de todo tipo. Al parecer, sabía algo y por ello alguien quería matarla. El exnovio llegó a aventurar que se trataba del gremio de escayolistas, lo que, pensó Cecilio, no parecía muy probable. En la prensa local hablaban de un asesino en serie. Pero como no habían encontrado más asesinatos parecidos, Quique el periodista hablaba de un asesino en serie en sus comienzos. Y Cecilio llegaba, por momentos, a desear que asesinaran a otra persona para poder dedicarse a ese asesinato. Y que fuera uno más facilito, claro. Pero eran deseos efímeros. Cecilio se contentaba con lo que tenía que, siendo poco, implicaba que tendría que tener suficiente con no encontrar, por el momento, ningún culpable.

Estaba en su despacho. En el ordenador había varios mensajes que incluían informes, solicitados en el momento que descubrieron el cadáver. Las cuentas de Tina, de Kevin y de la propia Demelza.

Qué cantidad de dinero manejan los jóvenes de hoy en día. Caray. Kevin tenía ingresos continuos por todo tipo de conceptos. Tina, en metálico, casi todos los días. Demelza, de diferentes plataformas de distribución de libros. Cualquiera de los tres tenía saldos mayores que la cuenta donde Cecilio depositaba los gananciales. Que los que había habido en esa cuenta en cualquier momento de la historia. Los tres juntos podrían financiar un ejército para conquistar un archipiélago en el Índico.

¿Y qué diablos significaba eso?

Que el dinero no da la felicidad, pensó Cecilio. Con mucho menos de lo que tenían esta panda de personas humanas, él se encontraba contento.

Pero escribir

Roble pensó que quizás escribir no era una necesidad física. Lo hacía solamente por placer. No le daba tanto dinero como para que mereciera la pena quitarle tiempo a otras aficiones o semiprofesiones, distinción arbitraria en estos tiempos, más lucrativas.

Sin embargo, había pocos placeres que se parecieran tanto a una obligación. Nadie le ponía plazos, nadie le imponía números de líneas escritas al día, a nadie había que devolverle adelantos sobre ventas. Pero tenía que hacerlo. Tenía que llegar a ese clímax en que el asesino y la persona asesinada se encontraban con final fatal para uno de ellos. Un final que no conocía y que buscaba, como el asesino buscaba a su némesis. Y para buscarlo no le quedaba otro remedio que ir escribiendo. Eso era, principalmente, lo que le empujaba a escribir, a sacar desde algún recoveco de su cerebro y a través de las yemas de sus dedos hilos que se enhebraban en esa red que conducía al final.

Que, en este caso, no parecía estar mucho más cerca, porque había colocado a víctima y asesino en una situación cuyo desenlace era difícil que no hubiera sido cubierto hasta la saciedad en películas hechas-para-televisión. Curiosón llama a vecino anónimamente (como si se pudiera hacer eso hoy en día, ja, pero se usaba con frecuencia en la literatura), vecino descubría que era él y lo mataba. Curioso llamaba a amigo periodista y se metían los dos en la casa para “descubrir pruebas”, opción Millenium, el propietario de la colección de sierras mecánicas vuelve, o sorpresa, y sierra mecánica en mano los masacra. La opción “Matanza de Texas” combinaría cualquiera de ellas con penetración a través de muros que casualmente serían de madera en esos lares, y una versión (Mechanical) Saw ataría a los dos, amigo y periodista, a una argolla y situaría una sierra mecánica al alcance de la mano.

Ninguna de ellas parecía satisfactoria. Pero necesitaba saber qué iba a ocurrir y , así que se puso a escribir.

Sorprendentemente, la puerta trasera de la casa del asesino estaba abierta. Menos obstáculos a la hora de volver de algún asesinato o algo, pensé. La puerta daba a un lavadero en el que había productos de limpieza que habrían sido usados, en alguna ocasión, para limpiar restos humanos, con toda seguridad. Si ello no era prueba del oficio del asesino que aquí habitaba, no sé yo qué podría serlo. Sangre, lo que se dice sangre, no había, por eso continué hacia el interior, tratando de buscar la habitación hacia la derecha, donde yo había visto desde mi casa la colección de armas del crimen, las horribles sierras mecánicas. Pasé por una cocina inmaculada salvo en las partes en las que no lo estaba, pero no me paré en ella, buscando mi objetivo. Mi vecino el asesino acababa de salir,así que tardaría en volver. O al menos eso esperaba. Salí a un pasillo al que daban varias puertas más, pero escogí la que calculé que estaba a la altura de la habitación del terror. La puerta estaba cerrada.

La puerta que daba al garaje donde estaba, o quizás en ese momento no, Nacho, también lo estaba. Y no se oía nada diferente a los ruidos habituales a esas horas. Alguna moto con motor de explosión, los zumbidos melódicos pero falsos de algún motor eléctrico, y el perro que siempre ladra en la distancia, a un cartero o a una cigarra.

Me daba un poco de apuro romper la puerta. Sobre todo porque el ruido despertaría a los vecinos. Pero el vecino más cercano era yo y ya estaba despierto, así que busqué con qué cargarme la puerta. Había un cuchillo de grandes dimensiones del Ikea, modelo Gynnsam en la cocina. Esos cuchillos están hechos con metal de cañones de la antigua unión soviética y no hay cerradura que se les resista. Y no lo hizo.

Quizás un poco más de detalle sobre cómo se cargó la cerradura lo haría más plausible.

Y no lo hizo porque inserté la hoja entre la puerta y el marco y, poco a poco, fui abriendo un hueco que me permitió acceder al cierre de la misma, que levanté sin ningún problema. Armas del crimen encerradas en una habitación, doble prueba de la naturaleza de quien allí habitaba. Que ahora estaba más cerca de volver, así que me apresuré. Vi enfrente la ventana de mi casa, que había dejado con las ventanas corridas, porque a nadie le interesaba lo que yo hacía o dejaba de hacer allí. O si estaba o no estaba.

Efectivamente, a mi izquierda estaban las sierras mecánicas. Algunas enormes, sólo aptas para ser levantadas por fornidos leñadores de camisa a cuadros, pero otras pequeñas, delicadas, un mecanismo de precisión con toda la belleza y la eficiencia que la ingeniería mecánica checoeslovaca era capaz de ofrecerte. Tomé una de ellas entre mis manos y vi que estaba sujeta por un cable metálico a la panoplia donde se presentaban. Ello me extrañó. Examiné también las manchas de sangre que yo había visto desde enfrente, y no eran tales. Eran parte de la panoplia de presentación de las armas, que tenía manchas de todos los colores aparentando quién sabe si camuflaje o una combinación abstracta de fin desconocido.

Pero todavía podía haber restos en algún recoveco de las armas del crimen. No se había encontrado ningún cadáver todavía en la ciudad, pero seguramente habría algún cadáver muerto en algún sitio con partes faltantes y esas partes tenían que estar aquí, en esta sierra mecánica que sostengo entre mis manos, y que huele a crimen, siempre que el crimen huela a aparato mecánico recién engrasado, que tiene que oler, porque aquí vive un asesino y estas son las armas del crimen.

Pero oigo una voz en el pasillo que grita algo así como “Mi puerta” y entra como una exhalación por la puerta un energúmeno, el asesino, que sigue gritando “Mis sierras de colección”, y luego, sin solución de continuidad, grita “Ladrón”, toma el cuchillo Gynnsam que había dejado encima de una mesita, enfrente de la colección de sierras, que no armas del crimen, y me lo clava en el tercer espacio intercostal, mientras grita “Suelta mis sierras, ladrón”.

Me desangro lentamente, pero antes de morir acierto a escuchar al asesino, que llama desde el móvil “Sí, un ladrón en mi casa, en busca de mi colección de sierras mecánicas primera edición valorada en varios millones. Tenía una de ellas en la mano y temía que me atacara, así que le he atacado yo con un cuchillo. No, no está muerto todavía, manden una ambulancia, pero no creo que llegue a tiempo”

Y eso sería el final. No lo sería en un país como este, pensó Roble. Al propietario, y ahora asesino, le esperaba una larga serie de juicios y posiblemente una condena. Pero le iba a poner al protagonista Johnny, o sea que iba a ser americano, y ya se sabe que en América, una vez que te encuentras a alguien en tu propiedad, se abre la veda.

Unos minutos más tarde, tras pasarlo por el filtro de YouWriteNow que mejoraba el texto y que eliminó palabras como “faltantes”, ya estaba publicado. “Mi vecino coleccionaba motosierras”, un ejemplo más del género de relatos de asesinados en primera persona. Difusión en redes sociales, y unos minutos más adelante ya sumaba las primeras ventas.

YouWriteNow, por lo pronto, estaría satisfecho. Roble, por el momento, también. Su cuenta corriente, momentáneamente, recibiría una pequeña infusión de liquidez.

Todavía había un asesino suelto. Y Nacho en el garaje. Pero en ese momento Roble no pensaba en ellos.

Y los gastos

Cecilio era feliz con los dos días de descanso que tenía cada cinco en la policía. Lo era mucho más cuando coincidían en fin de semana. Podía emplearlo, completo, en disfrutar a la familia o, por el contrario, en evitarla, pero en cualquiera de los casos podría tomar la vida a grandes tragos y a su manera.

Era menos feliz cuando concurrían una serie de restricciones. Por ejemplo, reducir sus opciones a hacer una barbacoa para vecinos y familiares cercanos (en la distancia y en los vínculos sanguíneos). Pero la ocasión era su santo, San Cecilio. Y además, en uno de esos vuelcos tan característicos del tiempo granadino, el invierno se disfrazaba de primavera e incluso de verano, al menos durante unas cuantas horas al día. Las horas en que se estaba mejor sentado en una silla de playa, con una rodaja de pan en la mano con un cacho de carne dejando caer sus jugos encima en el breve espacio de tiempo que transcurre entre la abrasadora barbacoa y los destructores jugos gástricos.

La felicidad nunca era completa y empezaba por la preparación logística de todo el asunto, preparación que implicaba, siempre, dos horas al menos en una gran superficie porque, siendo sábado, llegar al Mercadona del Serrallo Plaza era simplemente imposible. Y esas dos horas empezaban también con la conjunción planetaria de cuatro personas levantándose, desayunando, aseándose y metiéndose en el coche. En la historia reciente sólo recordaba haberlo conseguido en menos de una hora y media y era porque el mayor todavía usaba pañales, el pequeño estaba en la cunita y ninguno de ellos se había hecho popó precisamente en el momento en que iban a salir por la puerta. Desde entonces, sin sobornos de comida rápida, artículos de consumo cuyo placer terminaba en el momento que se sacaban de la caja, y a veces ni tanto y una cierta cantidad de elevación de voz y cabreos bi y trilaterales, era imposible organizar no sólo barbacoa sino, para el caso, cualquier expedición a una gran superficie. Cecilio había respirado aliviado cuando a toda esa logística habían dejado de añadirle el sigilo necesario para mantener la ficción de Reyes Magos, Santas Clauses y demás criaturas milagrosas que probaban la falsedad de la aseveración «No existe la comida gratis».

Y no existe barbacoa en la que el gasto previo por persona no excediera el necesario para pagar una suculenta comida en el Damasqueros o la Ruta del Veleta. ¿Cómo podían gastarse casi cuarenta euros por asistente a la barbacoa?, se preguntaba siempre Cecilio cuando salían de la caja y revisaba la cuenta. Su mujer, que habría sido capaz de estimar el precio total del carrito sin haber participado en su llenado, lo miraba siempre con cara de «No sé de qué te extrañas». Y eso que habían comprado ginebra Lirios. Pero cuatro botellas.

«Bueno, si sobra, ya se gastará», siempre habría algún cuñado que se apalancara un sábado por la tarde y se la tomara, Pero cuatrocientos euros.

Había que comparar. Lo que se podía gastar Tina un par de veces a la semana, pensó. A veces tres, en un buen mes. Demelza, gastos semanales, de diario, claro. El novio de Demelza sólo sacaba eso una vez al mes. No todos los meses.

¿Y el tal Ignacio? ¿Cuanto gastaría el tal Ignacio? Ni siquiera tenía una cuenta corriente.

Pero eso no lo hacía automáticamente un criminal.

Turnos

Había llegado un momento en el que Roble no sabía en qué punto del turno estaba. Y es que no había un app para ello. Quizás seŕia una buena idea crear una. ¿El novio de Demelza sabría hacerlo? Todos los policías nacionales que, como él, fueran incapaces de guardar un calendario de bolsillo en la cartera se gastarían un euro o dos.

A falta de la información que tal aplicación móvil podría darle, llegó a la comisaría un sábado por la mañana y se encontró con un grupo de compañeros que no esperaba encontrarse, provocándole momentáneamente esa sensación de haber entrado en un universo paralelo donde los muebles y las paredes y los olores son los mismos, pero la gente es diferente porque, años atrás, el abuelo de alguien pisó una piel de plátano, resbaló y murió, dando lugar a una genealogía totalmente diferente y eliminando, generación a generación, exponencialmente más gente de la línea temporal. Y acabando también con los Sugus de limón.

—¿Sáenz? - le dijo el subinspector Jiménez desde su derecha. En su visión periférica, Jiménez pareció levantar los ojos de la tableta que descansaba, a modo de atril, encima de su mesa. Trató de recordar cuándo lo había visto por última vez, un policía que había sido gris y ahora, cerca de la edad de jubilación, volvía a serlo empezando por la corola de cabellos que se aferraba débilmente a su cabeza y siguiendo por la ropa que llevaba; había cambiado de ropa, pero no de uniforme. Sus turnos sólo se solapaban en un día y ese día a veces eran a horas diferentes.

— ¿Tu turno no acababa ayer? - le preguntó Jiménez, son una sonrisa que deletreaba «pringao».

Pensó por un momento que sería el vejestorio de Jiménez el que se habría equivocado o que, ya en edad de pasar a segunda actividad antes de la jubilación, prefería echar horas entre compañeros antes de ejercer de niñero y de chófer de hijos, mujer y nietos. Sin contestarle, se acercó a su mesa, encendió el ordenador y consultó sus turnos viendo que, efectivamente, su turno había terminado ayer.

Pero, ya que estaba…

—Jiménez - dijo.

—Qué - contestó Jiménez, sin levantar la cabeza.

—Asesinos. Profesionales. - Había pocos más en la comisaría. Los sábados eran, después de todo, sábados y los compañeros se las ingeniaban para hacer trabajo de calle o cambiar el turno. Los sábados por la noche, especialmente, eran tierra de nadie dónde sólo los muy desafectos o muy desocupados ocupaban su mesa. Pero la hora del vermú era siempre el momento «de ir a interrogar a un testigo».

—Mala gente -, le contestó Jiménez, y en su voz sonó como un dictamen experto. Sólo había una persona más en la sala donde tenían sus mesas los subinspectores, y salió en ese momento. Del pasillo donde se encontraban los despachos de los inspectores llegaban sonidos que podían ser de una conversación.

Roble esperó a ver si había algo más en ese diagnóstico. Pero Jiménez volvió a su trabajo policial o lo que fuera que estuviera haciendo en la tablet.

—Pero ¿cómo? -, dijo Roble. - ¿Cómo localizarlos?

Jiménez tardó en contestar. Sin cambiar su expresión y sin despegarla del tablet, le contestó:

—¿Por qué? ¿Quieres uno para algo?

La comisura izquierda de su boca se inclinó ligeramente hacia arriba, en lo que podía ser una sonrisa en una persona que no recordara qué músculos tenían que usarse para activarla.

Roble no respondió. Se dio la vuelta y se dirigió hacia su escritorio, en el otro extremo de la comisaría. A sus espaldas oyó

—De veras, Sáenz, de verdad de la buena, que es un tema jodido. ¿Te crees que se anuncian por la Internet esa? ¿Con habilidades específicas, disponibilidad horaria? Si alguien sabe algo, es la peña de la UDYCO. Y tampoco. ¿Sabes qué es lo más fácil?

Roble se volvió y lo miró.

—Averiguar quién ha encargado el trabajo. A partir de ahí, averiguar de qué profesional se trata puede ser fácil o imposible, pero da igual, porque es una simple arma. El gatillo, quién lo ha apretado, quién ha comprado al menda que ha ejercido como arma, eso es lo importante. ¿Lo pillas o quieres que te mande un SMS explicándotelo?

Roble estuvo por decirle que nadie usaba ya SMSs. Pero dijo gracias en voz muy baja y se fue a su mesa.

Estuvo allí apenas tres minutos. Susurró a su pulsera el nombre de su compañero de turno para hablar con él.

Chuletas

—Suena un teléfono -, dijo alguien en el patio de Cecilio. Alguien que confiaba especialmente en sus habilidades para reconocer sonidos de teléfono o en la falta de las mismas en el resto de la gente que lo rodeaba.

De hecho, Cecilio no lo había oído al principio, porque se encontraba masticando un filete de cabezada embutido en sendas rodajas de pan y el sonido de las mandíbulas y la concentración que estaba poniendo en el asunto le evitaba oir cualquier cosa. Pero era su teléfono y cuando se acercó en él aparecía la foto de un árbol.

—Tenemos que vernos- le dijo Roble, al otro lado del éter, sin esperar siquiera una salutación por parte de Cecilio.

—Afú-, dijo Cecilio. Hizo una pausa. Dijo otra vez - Afú.

Podía preguntarle para qué, pero Roble no se lo iba a explicar por teléfono.

—¿Sabes dónde vivo? - Preguntó Cecilio.

—Sí -, contestó Roble. Y colgó.

Viaje a la periferia del crimen

En realidad, si se lo hubiera preguntado a sí mismo con insistencia, Roble no se habría sabido explicar a sí mismo por qué había decidido hablar personalmente con su compañero. Porque no se le ocurría qué podría saber, o deducir, o averiguar, que él no pudiera hacer.

Había cogido un autobús en el callejón del Pretorio, y en el buen rato que había estado esperándolo había tratado de usar sus fuentes de la web profunda para averiguar más sobre Ainhoa y Demelza. También le mandó un mensaje: «¿Quiénes querrían matarte?».

La contestación, que le llegó a los pocos minutos y en una volea de mensajes, enumeraba diferentes grupos humanos que no tendrían ninguna razón para matarla, o, en caso de tenerla, carecerían de medios suficientes para contratar a un personal. En sentido amplio, abarcaban prácticamente a toda la humanidad. Ni ex novios o novios putativos ricos y cresos, ni compañeros del instituto víctimas de su acoso directa o indirectamente, ni amantes despechados, ex-socios, nadie que hubiera proferido amenazas, nadie con envidia suficiente para pensar que el retorno de la inversión en un asesinato podía ser adecuado.

El mensaje final le decía que, si le hubiera preguntado antes del asesinato, habría puesto a la pobre Ainhoa en una lista en la que sólo estaría ella.

Ainhoa. ¿Podría tener dinero suficiente para encargar el asesinato, pero no el suficiente como para hacerlo a un asesino lo suficientemente hábil para distinguir a su patrona de su encargo?

Cecilio había examinado las cuentas de todas las personas involucradas. Por lo menos en eso podría ayudarle.

Tufo culpable

— ¿La Ainhoa? Ná pelao. Cuatro perras -, dijo Cecilio, a la vez que volvía unas chuletas en la barbacoa.

Roble había llegado pasadas las cuatro de la tarde. El autobús lo había dejado en lo alto de una cuesta, en los Rebites y a partir de ahí la cosa se había complicado.

Era sólo culpa de Roble, claro. No quería meter en el móvil las coordenadas de la casa de su amigo policía, porque bien sabía él que cualquier cosa que se buscaba quedaba almacenada, y cualquier cosa que quedaba almacenada podía ser recuperada y eventualmente vendida por una fracción de bitcoin. Periódicamente compraba ficheros con direcciones de casas de maderos en la web profunda y comprobaba, con cierto alivio, que no se encontraba ni la suya ni la de Cecilio. Lo cierto es que acababa de aparecer una actualización al fichero. Y no había tenido tiempo de hacerse con ella. Y eso estaba empezando a preocuparle.

Pero a falta de direcciones automáticas, tuvo que recurrir al viejo «dime cómo se va desde ahí». La instrucciones de Cecilio incluían rotondas, tiendas que habían cerrado sin dejar ningún signo externo de nunca haber existido salvo una persiana con un graffiti, una esquina con una cantidad de cagadas de perro excesiva y árboles de especie indeterminada y altura determinada.

Éstos últimos fueron los que le ayudaron a encontrar el sitio. Cuando llegues a un castaño de Indias, giras a la izquierda. «Mi casa no tiene número en la pared, pero asoma un caqui por encima de la valla. Bueno, y el humo de la barbacoa».

Había humo de barbacoas o de quema ritual de animales vivos o no en una de cada dos casas, un clásico sábado al mediodía en la ciudad jardín, así que la segunda indicación no sirvió de mucho. Pero el app TreeDeQuiénEres le identificó el castaño de Indias, el caqui, y pinos, cipreses, tuyas y aligustres diversos por todo el camino. Cuando hizo una llamada perdida desde la puerta del que, sin duda alguna, era el chalet de Cecilio podía haber escrito un tratado sobre la flora urbana. O haberle pedido al app que lo hiciera sólo, que al parecer también lo hacía.

Una pasta

—Una pasta, ya te lo digo -, efectivamente dijo Cecilio, contestando a la pregunta de Roble sobre las finanzas de Demelza. El humo de la barbacoa a veces rodeaba a su cabeza y el resto de los participantes en la barbacoa a veces los rodeaban a ellos ofreciéndoles comida o bebida o, por el contrario, pidiéndoles bebida y comida. Una pausa en la conversación y una mirada inescrutable eran, a veces, suficiente para que se alejaran. Roble había registrado la firma electrónica de todos y los tenía almacenados. Para futura referencia.

—Pero… ¿de dónde?

La respuesta de Cecilio no llegó inmediatamente, porque tenía una chuleta sobre una rodaja de pan de dos dedos de profundidad en la mano y estaba tratando de morderla sin tener que soltar la cerveza de la otra mano. Finalmente mordió y deglutió lo suficiente como para seguir hablando. habría sido una pena que se derramara y le manchara la camiseta del Granada y el chándal de color rosa expuesto al sol y a lavados enérgicos más de lo aconsejable, pensó Roble.

—A ver, todos los meses de Amazon, dos, tres mil, a veces más, pocas veces menos. Y luego, de gente, de fundaciones, de empresas… -

—¿Editoriales? - preguntó Roble.

—Ninguna que yo conozca, pero es que yo conozco pocas, bueno, algunas ponía «editorial» en el nombre, «servicios editoriales», «coching»… - dijo Cecilio - por cierto, de esto del coching, no te he contado una que…

Coaching - dijo Roble.

—Eso, coaching. Qué mijicas eres, cojones, qué más dará, si me entiendes… Bueno, lo que me pasó con uno de la esta, la Demelza, fue que…

—O sea que… - dijo Roble -, ¿gana?

—O sea que gana más que tú y que yo. Juntos -, dijo Cecilio. Aunque enseguida pensó que él no tenía ni idea de lo que ganaba Roble. Exactamente lo mismo que pensó Roble, un minuto más tarde.

O sea que ganaba mucho dinero con sus libros, pero fuera de la industria tradicional. O sea que alguien había contratado a un profesional para matarla, ¿por eso? ¿En serio? El que la industria editorial contratara asesinos a sueldo sería, pensó Roble, algo digno del guión de una mala novela de las de a euro que se encuentran por millones en Amazon. Como las suyas. Y al pensar en ellas resistió la tentación de consultar el móvil para ver cómo iban las ventas. Y luego se alegró de haberlo hecho porque, comparadas con las de Demelza, serían ridículas. «Mi vecino coleccionaba motosierras» no había llegado todavía a la centena de ventas. Y todavía no se le ocurría que hacer para el siguiente ejemplar.

—Venga, tómate algo - le dijo Cecilio, alzando su lata de Alhambra, roja, dorada y brillante con la condensación. - Ya que te has pegado el viaje, ¿no?

Roble miró proteínas en forma de carne desnaturalizándose poco a poco por el calor barbacoa y bebidas navegando en cubos y en neveras de plástico por el suelo. No vio nada de su gusto.

—Gracias - contestó, llevándose la palma a la barriga - pero ya… - hizo una espiral alrededor de su ombligo, notando con desagrado que había cierta cantidad de carne allí. La separó rápidamente. - No. Gracias.

Giró la cabeza en la dirección a la puerta, sacudió la mano al la altura de la barriga, primero en dirección a Cecilio y a continuación en dirección al resto, y se fue. Al abrir la cancela de salida oyó:

-¿Un café tampoco? - Lo ignoró. El café que pudiera tener en su casa su compañero Cecilio le resultaba inimaginable.

Trató de encontrar la parada de autobús sin introducir ningún dato revelador en el móvil, pero finalmente sucumbió cuando llevaba media hora subiendo cuestas y lo hizo.

O sea que

Cecilio tenía las neuronas policiales anuladas por el exceso de hidratos de carbono, proteínas y alcohol, y una cantidad considerable de humo, que había absorbido. Esa era razón suficiente para justificar que no entendiera absolutamente nada de lo que su compañero podía estar haciendo o pensando. ¿Qué importancia podía tener cuánto dinero ganaba? ¿Ella y el resto? Si lo recibía por el banco, y tributaba a Hacienda, que somos todos, tampoco podía ser tan malo como para ser la causa un asesinato, ¿no? No de ella, de alguien. Nadie mata por dinero y más si ese dinero está a buen recaudo, teóricamente, claro, en un banco. Y éste debía estar a buen recaudo, porque era el mismo banco en el que lo tenía Cecilio. Seguro que a ella le regalaban más tostadoras y aparatos electrónicos que a él, que conseguía bien pocos por el breve tránsito que sus emolumentos hacían por el susodicho banco camino de financieras, empresas de tarjetas de crédito y demás.

—¿Qué te pasa, que estás mohíno? — le preguntó su mujer, que se le había acercado por detrás — ¿Quieres otra cerveza? ¿Está caliente esa?

Cecilio levantó la cerveza y la movió, en un movimiento que nada tenía que ver con dilucidar su temperatura.

—Sí — le contestó, y le alargó la lata — gracias, guapa – le dijo, sonriendo y recibiendo una sonrisa cansada como respuesta.

Una cerveza le ayudaría a pensar mejor. O le quitaría la sed. Se levantó y se fue hacia un grupo de vecinos sentados en el poyete, que levantaron sus cervezas al verlo acercarse.

—O sea, que ya tenéis al asesino — le dijo uno. — La policía no es tonta, ¿a que sí?

La policía quizás no. Pero este policía, en este momento, se sentía un poco inútil. Le pegó a la cerveza un largo trago y se metió en la conversación, que ya había rebasado la fase familiar para adentrarse en los procelosos terrenos del deporte.

Se escapa

Roble sentía que el caso se le escapaba. No sabían quién, ni por qué. Lo único que estaba claro es el cómo. ¿Qué podían darle a la juez para solicitar pruebas adicionales? Y, lo que era peor, ¿qué podía darle la web profunda para agarrarse a él? Y ¿qué podía ofrecerle a cambio? Sus reserva de bitcoins descendía peligrosamente y cada vez más.

Llevaba sin mirar las apuestas sobre el asesinato ya algunos días. ¿Qué dirían ahora?

Accedió a la página crimebet.onion para ver que ahora la apuesta se pagaba 12 a 1. 12 a que encontraban al asesino, 1 a que no lo encontraban. Ni siquiera se podía apostar ya sobre sospechosos, número de asesinos encontrados, cero, gana la banca.

Volvió hacia su casa desde la parada de autobús con las manos en los bolsillos. La cuesta arriba se le hizo, literalmente, cuesta arriba. Y aún más cuando vio que había luz en el salón principal, haciendo parecer a su casa una nave espacial dorada iluminando a los nativos del Barranco del Abogado. Un bonito efecto del que solía disfrutar, cuando era él quien había encendido la luz, claro.

Accedió desde su tablet a los registros de seguridad del sistema domótico, que le aseguraron fehacientemente que él mismo llevaba en la casa un buen rato y que había usado sus propias claves para encender luces, pantallas y, ah, borrar unos cuantos registros de días anteriores, seguramente con alguna buena razón.

El resto de la cuesta hacia arriba se le hizo todavía más cuesta arriba, mientras el app NoFlab le animaba y le decía que si seguía subiendo durante treinta minutos adicionales, habría conseguido igualar su consumo de calorías medio del último mes.

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Y una webserie

—De animación, por supuesto-, dijo Demelza.

Kevin, a su lado, masticaba con empeño unos sesos fritos. Como si hiciera falta, pensó Roble, que no los había probado. En esa ocasión. Los había probado cuando llegó destinado a la comisaría, a unos veinte metros de Los Diamantes II, un bar en el que la gente y los vapores de la fritanga rezumaban por sus puertas. Cuando terminó de masticar, ni un momento antes, Kevin dijo:

—Animación frame a frame estilo Harryhausen habría sido mucho más cool.

—Ya, pero ¿te he dicho que se hace a coste cero? ¿O negativo?

Espera un momento, pensó Roble. ¿Coste negativo? ¿Es decir, que en vez de invertir dinero, lo…? No, espera, comencemos de nuevo. ¿Recibían dinero antes de que tuvieran que gastárselo?

Visto así, tenía sentido. Y lo había deducido él solo, sin necesidad del móvil, que ninguno de los dos podía usar en presencia de Demelza, para evitar su geolocalización. Eso, y los sesos, eran lo que parecían haber hecho a Kevin especialmente locuaz.

1: #33Q - 2: #spanishrevolution - 3: #BieberToSpainNot - 4: #slash - 5: #estonoesuntt

—Justo a las doce de la noche - dijo el forense.

—¿Justo? No me jodas. - le contestó el agente de policía.

—Bueno, justo, justo… media hora arriba o abajo. - le contestó el forense.

—¿Y por qué a las doce? - contestó el agente

—¿Porque más tarde se habría convertido en calabaza? A mi qué me cuentas, Miguel -, le dijo el forense.

—No, lo que yo digo es que quién querría matar a una mujer a las doce de la noche en la puerta del Sol.

El forense miró al policía municipal. Eran casi las una de la mañana, y de la pastelería Mallorca, de la calle Preciados, de la calle Montera, de la Carrera de San Jerónimo, llegaban voces destempladas, canciones a coro y, por supuesto, palmas. El reloj, justo detrás del policía, comenzó a tocar los cuartos. Alguien dijo “Esperad, no os comáis todavía las uvas“.

Alrededor del cadáver de Julia habían tenido que poner vallas amarillas para contener a la multitud que se congregó y que sacaba decenas de miles de fotos, fotos de ambiente, selfies con muerta, fotos geoposicionadas, recuerdos indelebles de una medianoche en Madrid.

—Alguien muy puntual.

Fotos con muertas

Lo cierto es que el mercado de #escenasdelcrimen en Granada era bastante limitado. Roble ya había pensado pedir un traslado a otro sitio, Sevilla, Barcelona. No era fácil, pero mientras tanto había montado una red de contactos por toda España en la que los forenses le vendían las fotos que tomaban y él les buscaba comprador.

La foto que le llegó desde Madrid era una joya con un potencial viral tremendo. Una mujer joven, vestida de rojo, sin ninguna herida aparente, con las luces de la Puerta del Sol reflejándose en la sangre todavía fresca.

Sólo sabía el nombre de la muerta, pero los blogs a los que vendía en Estados Unidos y los países nórdicos, sobre todo Suecia, querían más detalles, detalles morbosos, así que a partir del nombre que le proporcionó su contacto, Julia Matesanz Vázquez buscó si había una pareja con la que hubiera hecho planes vitales, una madre a la que cuidaba, o un hámster al que alimentaba que estuvieran en ese momento desconsolados, desconsuelo que en Suecia se compraba al por mayor.

Encontró inmediatamente su perfil en redes sociales. Julia Matesanz, autora de literatura ambulatoria. Roble era lo suficientemente leído para saber que no se trataría de literatura desarrollada en ambulatorios, aunque con la explosión de nichos literarios de los últimos dos años seguro que existía como género,, pero tuvo que mirar para ver de qué se trataba de forma precisa: un género en el cual las partes de un relato o novela están geoposicionados y, para leerlo, tienes no sólo que estar colocado en un lugar determinado y mirar en determinada posición, sino además averiguar, por las pistas, cuál es el lugar en el que continúa el relato. Lo que empezó con el Bloomsday se había convertido en una actividad, literaria, tremendamente popular. Y al parecer Julia Matesanz era la persona que había hecho de la literatura ambulatoria la actividad e masas.

Había. En pasado. Dos escritoras muertas en un mes. ¿Casualidad?

Tendría que ir a la comisaría a pedir los informes a Madrid. Podía ser casualidad, claro. También podía conseguir alguna foto más. En cualquier caso, la petición era FTW.

Mientras tanto, en la mente de Cecilio

(Nada que no hayamos contado antes.)

Asesinato en la multitud

La pulsera de Roble, que ese momento sostenía en la mano un café de origen indonesio y que se había traído desde su casa en un termo porque no aguantaba, de ninguna forma, el café que se servía en la comisaría, comprado en el Corte Inglés, vibró, creando unas ondas concéntricas en superficie de la bebida, que afortunadamente ya había apurado y estaba unos milímetros más abajo del borde.

Miró los informes sobre la pantalla que tenía en su mesa. Julia murió de un sólo dardo flechette en el corazón, disparado posiblemente desde una escopeta y a corta distancia, un par de metros como máximo; había restos de pólvora en la ropa. En el momento que murió estaba rodeada de amigos, conocidos y fans diversos que habían seguido una nueva historia ambulatoria que estaba presentando. La muerte sucedió, posiblemente, a las 12 de la noche, cuando todos estaban mirando el reloj y en el momento que nadie, por el ruido ambiente, por las campanadas y por el simple caos imperante, habría sido capaz de oir un disparo.

Los agentes habían interrogado, sobre la marcha, a más de treinta personas. Algunas personas habían escuchado un disparo, otras siete y otras ninguno. Para algunos Julia calló al suelo tras la primera campanada, para otras después de la séptima. Muchos pensaron que era parte de la narración. Pero no lo era. El cuento, verdaderamente, se había acabado para Julia.

Agradecimientos

A Marcos Taracido por su buen humor y haber descubierto un error que a mi se me había pasado (lo que debería de ser obvio, porque si no se me hubiera pasado no habría sido un error). También a Jose María, por contestar a mis continuas dudas y preguntas y a Manuel Cogolludo por sus correcciones y su ayuda.